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Profesor de Castellano y Filosofía Consejero Educacional y Vocacional Aprendiz de Escribidor

sábado, 19 de abril de 2008

jueves, 17 de abril de 2008

CORNUCOPIA DEL OLVIDO

CORNUCOPIA DEL OLVIDO (Registro Derecho Autor- Resolución nº 146.631)

A mis hijas: Bosnya y Vangely
Y a mi hijo Tomás
Un sepulcro vacío.
Consta en una vieja acta de la iglesia de Huanta, que el mencionado Abelino Candoroso de los Ríos, fue exorcizado, tras una larga enfermedad, que nadie entendió hasta después de su muerte; se corrieron innumerables rumores, pero ninguno supo aclarar la verdad de su deceso. El señor cura, que en ese entonces tenía destinado aquella localidad, salió ese día con la clara idea que había visto salir del cuerpo del infortunado y, hoy, difunto Abelino Candoroso de los Ríos, una gran negra y espectral sombra envuelta en un vaho azufroso; dejando un forado en el endeble techo de coirón del templo y una extraña fisura en sus paredes de adobe que, con un ojo muy perspicaz, se podría decir tenía una forma humana, de acuerdo a testimonio de algunos huantinos. Lo que derivó posteriormente en un incendio que fue rápidamente sofocado por los pueblerinos. Entre la confusión de los feligreses, el sacerdote salió del pueblo en su caballo persignándose y rociando el camino con agua bendita. Según contó el monaguillo, Juan, que acompañaba a tan ilustre personaje, el agua que caía al suelo "se evaporaba" al tocarlo y que el sacerdote permaneció una semana sin dormir, orando noche y día por toda una semana completa, entre ayunos y flagelos que se infligía, había dicho nunca volver a ese "endemoniado pueblo".
Tiempo después pidió su traslado de la parroquia, perdiéndose su rastro en la demencia del tiempo.
Abelino Candoroso de los Ríos nació de pie. La partera de turno, viendo que la madre ni siquiera lo sintió, dijo que este niño era una señal, que sería un promisorio hombre de bien. La madre, doña Mercedes de los Ríos, no había tenido una preñez exitosa en su vida hasta entonces. Muchas de sus ingravideces pasaron desapercibidas. Uno de los primeros no dio ni siquiera un hálito de vida, así como se preñó se despreñó, según sus propias palabras. Luego de algún tiempo sintió que un tibio líquido mojaba sus piernas y, efectivamente, otro hijo se hizo agua, por lo que supo que su sexta posibilidad se iba.
Siete meses más tarde, luego de creer que la maternidad la esquivaba y de ingerir cantidades de “aguas de montes” para una y otra cosa, que bien "para la pena", que bien "para el mal de ojos”, en fin, gozó de un embarazo corto y lleno de bemoles. Siete meses, y como el siete es número de suerte, con mayor razón –comentaba- el día que hizo su presentación local del niño a sus suspicaces vecinos
Su marido, don Feliciano Candoroso no dio indicio de conocimiento, ya que de todos los pormenores maternales se preocupaban las mujeres. “El hombre a lo suyo” decía, mientras andaba pirquineando en una quebrada o en un cerro cercano, por lo que tres semana después del nacimiento se enteró, por casualidad, de la existencia del infante, al llegar una noche muy de madrugada, cansado de dormir sobre una raída manta con el suelo por jergón y las infinitas estrellas como cobertor, llegó y se tendió en el lecho de su casa, y unas horas más tarde el berreo del chico lo sacó de sus profundos sueños, en los cuales el precioso metal brillaba como el sol radiante de las estampitas de santos que el cura entregaba de vez en vez y de cuando en cuando. Pero preocupación especial dio su tía María, hermana de doña Mercedes. Gracias a ella, se podría decir, Abelino dio y vio luz.
En ese entonces, don Feliciano, dueño de un fértil fundo en al interior de El Estero, terreno heredado por tradición, a decir verdad, probablemente desde antes de la conquista. Puesto que las facciones dura de su rostro demostraban, otra gran herencia, la del mestizaje y lo propio reflejaba su descollante estatura. Subió por Quebrada Seca hacia rincones inexplorados de la cordillera, con una recua de mulas, algunos inquietos y expectantes perros, más seis hombres, internáronse en busca, más que de una aventura, siguiendo la vieja historia de El Dorado del cacique Huantajaya. Éste huyendo de los españoles y viéndose desgastado y con poca ventaja militar, enterró toda una riqueza que estaba destinada para el Hijo del Sol del Cuzco en un lugar que hasta el día de hoy muchos pirquineros quisieran encontrar. Don Feliciano la había oído de sus abuelos, de esos secretos familiares que solamente el clan sabe y, que más de algún miembro de su familia había intentado apoderarse de tan descomunal tesoro, por supuesto, sin el éxito respectivo. Incluso, muchos huantinos cuentan que en las noches de luna llena, sobre uno de los grandes y empinados cerro que rodean la aldea, se ve a los diaguitas danzando alrededor de una fogata, y quien quiera encontrar un tesoro debe arriesgarse a subir por los ventosos filones rocosos, apostando su sobrevivencia en el desafío. Se adentró, el crédulo don Feliciano, a los Andes a través del Camino del Inca, siguiendo el andar de los chasquis incásicos y, como Huantajaya, terminó sus días en plena cordillera, olvidado del viento y las nieves
Meses después del nacimiento de Abelino, un grupo de baquianos, hombres, conocedores de los caprichos de la cordillera, subió por Quebrada Seca adentro en busca de los aventureros, al no conocerse noticias de ellos, hasta muy entrada la primavera, después de soportar uno de los inviernos más crudos que los huantinos hayan tenido memoria. Fue tanto lo que nevó que para salir de sus casas, tenían que abrirse paso, pala en mano, a través de la nieve que cubría casi por completo las casas. En casa de doña Mercedes, bajo los frondosos limoneros se acumulaban estas aguas congeladas que duraron para refrescar el sofocante verano, que le siguió.
Un viejo baqueano, el viejo Demetrio, guió huella tras huella, la hilera de hombres en busca de don Feliciano Candoroso, hasta que en medio de la nieve encontraron algunas mulas y perros, escapados de los leones, sin colas ni orejas, últimos recursos de sobrevivencia de los animales. Siguiendo camino, más allá, encontraron a uno de los aventureros con la mitad del cuerpo enterrado en la nieve, sus manos crispadas y en su rostro una expresión violenta de angustia y dolor, que hizo que los rescatadores levantaran un mojón de piedras a modo de señal en ese lugar. Continuando la búsqueda de los demás hombres, los encontraron esparcidos uno detrás de otros. El problema se presentó en la bajada de los cuerpos, puesto que a medida que se deshelaban, estos se desmembraban. Finalmente, al llegar al pueblo, en los ataúdes, combinaron sin ningún contratiempo la pierna de uno o el brazo de otro con alguno de los cráneo dispuestos dentro de las cajas, puesto que el hedor de los cuerpos ya estaban atrayendo no sólo moscas, sino que alborotaban a los perros del pueblo, creando un ambiente infernal, entre zumbidos, chillidos y ladridos. Un total de siete féretros fueron inhumados, pero uno de ellos estaba vacío. Durante meses se prosiguió tras las huellas de don Feliciano, del cuál nunca se tuvo noticias. Luego de meses de búsqueda, sin tener suerte, se dio por muerto y se clavó una cruz junto a los otros sepultos en el pequeño cementerio del pueblo, con un epitafio, con fecha imprecisa, que dice: “A Feliciano, un desconocido, su esposa e hijo”.
Abelino no conoció a su padre. Si éste lo fue alguna vez -según comentaba más de alguna vecina insidiosa- por un extraño atractivo de las hermanas de los Ríos, que por el portento que demostraban estas dos mujeres, descendientes de uno de los adelantados peninsulares llegados a tierras antípodas de las europas, que se casó con una ñusta incásica y tras el rastro de Huantajaya, se acomodó en ese recóndito lugar, entregando su legado genético a las posteridades. Y sobre todo por sus carismática personalidades, puesto que una era al complemento de la otra.

El destino de un clan
Por aquel tiempo se conoce la llegada a Huanta de don Juan Chandía desde Villa Seca, en busca de oportunidades junto al viejo Demetrio
Era un hombre desconocido, de familia no muy bien avenida y de dudoso origen, puesto que se propagó de boca en boca, la llegada del primero Juan Chandía, hacía algunas generaciones atrás a Villa Seca. Probablemente había sido un sangriento cuatrero en el sur del país, que en un tiempo tuvo su momento de holgura económica, pero la fortuna siempre lo esquivaba. Evadiendo la policía se aposentó en el Valle. El clan no había podido salir del trabajo diario, del agotador trabajo con las manos y la fuerza que no recompensaba el sacrificio. Su nieto, Juan, entonces, se propuso tener ganancias de una sola vez, se decía -¿por qué hemos de estar ahorrando cuando no nos alcanza para nada, además la tierra nos da sólo para comer y, a veces, ni siquiera eso?-. En las vísperas de la noche de San Juan, se encomendó a su santo homónimo y salió al cerro cercano, con un viejo libro de conjuros, que según se decía, perteneció sus antepasados sureños. Era una acción desesperada, pero con una gran resolución temperamental que indicaba el orgullo renacido de los Chandía, puesto que el padre no hacía nada por recuperar la hacienda y los negocios cada vez le eran menos prósperos.
Juan subió varios cerros, con una mula cargada con las menestras necesarias para un largo viaje, quizás un viaje al infierno o al cielo...No se supo noticia de él por una semana, al cabo de la cual regresó casi rejuvenecido y una clara actitud desafiante ante cualquier humano que se le pusiera por delante.
Durante los siguientes siete años, los Chandía, de una hacienda abandonada y el casi desperdigado y extinto clan, pasaron a ser una de las más poderosas y afamadas familias, una de las mejores casas, los mejores cultivos, las mejores tierras, los mejores ganados y descubrieron una de las mejores minas de oro. Los mejores viñedos con los mejores vinos, los mejores lebreles y caballos de carrera, que doblaban su precio en apuestas. Con uno de esos caballos, el famoso y renombrado “Fausto”, digno y brioso equino de apuestas, que dejó en banca rota a otro famoso y renombrado apostador: Domingo Zárate, hombre avecindado en Villa Seca, después de que un golpe del destino atrajo a su familia a probar suerte en otras latitudes, siendo él el único varón, tenía derechos de administrar, la cada vez más escuálida cartera de sus raquíticos y creyentes padres. Joven y apuesto apostador, conocedor no sólo de carreras de caballo, sino de todo placer mundano, especialmente de los placeres de toda damisela que pasara por delante sus narices creyendo que era merecedora de su amor. Pero, después de jugar toda la fortuna familiar contra el caballo de los Chandía, quedó en total banca rota lo que cambiaría, desde entonces, el rumbo de su vida y que, posteriormente, será conocido como el “Cristo Elquino”.
Los hermanos Chandía, en ese entonces trabajando por todo el país, volvieron a su terruño para hacerse cargo del lugar que correspondía en la familia y todos ellos, todos varones, se casaron con las más bellas, honorables y casaderas siete jóvenes de las siete más prestigiosas familias, puesto que como decían sus madres “quién a buen árbol se arrima, buena sombra lo cobija” y otras “no se preocupe m’ijita, el amor viene luego, total así me pasó a mi, además te quedarás con todo después”.
Mucha gente se extrañó del repentino levantamiento de la familia Chandía. Pero qué era mejor, continuar con la agonía de Villa Seca o que éste siguiera siendo un pueblo olvidado en esas latitudes en pocos años más. En fin, el progreso vino también para todos: trabajo, comercio, casas de niñas junto con otros tantos menesteres necesarios y mundanos. Así fue que los mismos habitantes del pueblo, en un rapto de jolgorio, la llamaron Villa Prosperidad.
Todo iba de maravillas para los Chandía, pero Juan, al aprestarse a celebrar su santo, años después, una noche, mientras dormía, sintió en el umbral del sueño, unos grandes y profundos pasos que se acercaban desde el fondo de la tierra. Caminaban por todos los pasillos de la casa dirigiéndose hasta su dormitorio, entre rasguños y otros infernales ruidos de ultratumba. Juan Chandía con un movimiento felino, sacó su escopeta de debajo de la cama, donde siempre permanecía por extraño consejo del viejo Demetrio. Pegó dos tiros certeros en la puerta del dormitorio, donde probablemente estaría ese tropel que escuchó. Al ruido de los disparos acudió toda la casa. Juan estaba con los ojos desorbitados y con una gran mueca de terror en el rostro. Todo había sido un sueño. Su hermosa esposa y sus dos pequeños hijos lloraban a su lado desconsoladamente. Él los consoló diciendo que algunos cuatreros entraron a sus terrenos y que debía salir a exterminar esa tanda de malandrines “que lo único que hacen en toda su vida es tratar de robarle a la gente decente como uno”, y que iba a mover toda su influencia para acabar con esa plaga de maleantes. Armó unos cuantos jinetes y rondaron toda la extensión de sus tierras, tomando, por el camino a algunos inquilinos, los cuales necesitaban escarmiento, azotándolos por ser cómplices de los mentados cuatreros, que nunca encontraron.
La calma retornó a la casa, pero él no pudo dormir no sólo esa noche, sino tres noches seguidas. En la puerta del dormitorio dos grandes agujeros a la altura de los ojos de cualquier mortal. Mientras afuera, rodeaba la casa un grupo de hombres de confianza armados hasta los dientes.
Entonces buscó al mejor hombre de confianza, un viejo baqueano. El viejo Demetrio, había esculpido su carácter en las peores lides. Había sido ladrón, cuatrero, pirquinero, defendió su honor o el honor de más de alguna mujer con el corvo en la mano, que siempre andaba trayendo metido en la pretina de su pantalón, nunca había matado sino en defensa propia. Una extraña marca tenía en su brazo izquierdo, según se comentaba entre la peonada. Para muchos esa ilegible marca de nacimiento, era la virgen de la Montserrat, icono relacionado con la brujería -se murmuraba-. Con su edad y experiencia había aprendido a conocer los temores y ambiciones de los hombres y ahora trabajaba tranquilo para los Chandía. Solo él había percibido el extraño brillo en los ojos de su patrón y se decía que en su vida había visto algo semejante y estaba claro que su patrón Juan o tenía pacto con el cornudo o tenía entre cejas a alguna muchachita que le quemaba hasta los tuétanos. Él era un hombre solitario pero respetado por todos y su único deseo, decía, era “tener un lugar donde echar los huesos”. Este era Demetrio Díaz.
Juan le confió su más sagrado secreto y se encomendó a su voluntad, pero el viejo Demetrio sabía exactamente lo que tenía que hacer. Por ello partieron tiempo después, luego de disponer la administración de La Hacienda. Anduvieron largos e interminables caminos, cerros y quebradas, hasta que Demetrio consideró que ya era suficiente camino andado. Bajó un gran ataúd negro que venía amarrado a una mula, mientras Juan Chandía se vistió con la ropa más vistosa que tenía, sus brillantes botas de cuero, sus espuelas de plata; pantalón de montar, una preciosa faja con lujosos adornos y, sobre la nívea camisa, una chaquetilla negra elegantemente distinguida con botones de plata; como corolario, un hermoso sombrero alón negro. Una vez listo se introdujo en el ataúd dispuesto sobre un montículo de piedras. Con resolución y tranquilidad el viejo Demetrio se dispuso a velar a su patrón esa noche, con rosario en mano.
La noche se vino lenta, calma, con una densa oscuridad de escasas estrellas que titilaban en el cielo nocturno, parecía que todo el entorno se había consumido en una negra y silenciosa garganta, sólo el flamígero crepitar de la hoguera rompía el silencio.
Cerca de la medianoche y cuando la conversación entre los dos hombres languidecía espaciosamente, el viejo le recomendó introducirse dentro del ataúd y encerró a su patrón, recomendándole no emitir ruido alguno, no porque se delataría sino para que él no se desconcentrara en la lid que emprendía.
Un silencio profundo inundó el lugar y en la oscuridad se dibujó la negra silueta de un huaso vestido de un solemne negro e impresionantemente alto. Miró con ojos de fuego al viejo Demetrio y le dijo, mientras el viejo Demetrio se colgaba el rosario en el cuello:
-¿Cómo estás viejo Demetrio?, que buen contendor tengo. Otra vez nos encontramos.
- Sí pero ya no soy el mismo. Lo invito a tomar un trago Patrón- decía en tanto disponía un par de vasos.
- Bien, me gusta tu confianza. Pero tu señor Chandía se va conmigo. Tenemos un trato y yo cumplí con mi parte, falta el suyo- hablaba casi sin inmutarse
- Patrón, lo invito a un juego de cartas, usted elige el mazo, y el que gana, gana. Usted se lleva todo- Demetrio habló con calma y decisión de manera que el extraño no pudo negarse.
El recién llegado tomó el mazo, lo barajó y entregó las cartas. El viejo Demetrio puso una pequeña bolsa donde contenía un poco de oro de la mina de don Juan, su contrincante no pudo ocultar la sonrisa, puesto que sabía el origen de ese precioso metal.
Cerca de una hora estuvieron jugando silenciosa y metódicamente, cada uno medía de soslayo al otro. El viejo Demetrio no dejaba que ningún atisbo de duda, temor o vacilación le aflorara. Pero el extraño esperaba pacientemente el instante preciso para hacer lo que tenía que hacer.
Demetrio empezó apostando una moneda de oro, a cada carta le agregaba una más, lo importante de todo era ganar tiempo. De pronto pensó que si ese Patrón se presentaba así como lo veía, podría ser cualquier cosa, incluso su patrón, don Juan. Luego, rápidamente, volvió sobre su mismo argumento, y se dijo a sí mismo que este extraño era eso, es decir, que lo haría dudar, y lo único que debía hacer era no dudar de nada, ni siquiera del juego. Un as de basto, un rey, un diez de espada... un basto... una espada... un oro... una copa... copa...basto...copa...espada, espada, espada. De pronto sintió una aguda sensación entre sus costillas Un frío le recorrió la espalda.... No supo como se levantó del sopor tremendo a que lo llevaban las cartas. El Patrón ya no estaba. De un salto estuvo cerca del ataúd. Miró dentro y allí estaba su patrón Juan Chandía. Un ruido lo volvió a sacar de las pocas reflexiones que podía tener. Una figura se recortó en la sombra de la noche del vaivén de las llamas de la fogata...Algo muy lejano se desenvolvió en su pecho, un recuerdo... Trató en lo posible de no pensar en ello...
Viudo. Ese era su sino. Era más hermosa que una pepita de oro y que el lucero del amanecer.
Fui a hacer el Servicio Militar. Y por esas cosas del destino me quedé por allá. Las salitreras eran la única oportunidad de trabajo y me quedé en el Ejército. El norte es mineral o ejército. Y allí conseguí ascender a cabo. Nació mi hija y luego la otra. Eran más hermosas que la “yegua del cura”, pero la viruela las mató, las mató, las mató...Arrasó con las tres más hermosas flores de ese desierto. Las estrellas de mi firmamento se apagaron como el día del juicio final. Y yo otra vez me encuentro aquí, enfrentándote Patrón. He seguido tus huellas a través de los minerales, especialmente el oro. Tú eras el que llegaste a la mina de Cerrillos de Tamaya. Te conocí allí. De pronto algunos pirquineros encontraron una veta de oro, luego llegaron más y más, y el oro salía a manos llenas, parecía como si brotaba un manantial. Y tú te les aparecías a cada uno de ellos y todos te conocíamos pero nadie sabía qué hacías ahí. Eras un experto jugador a las cartas. Nunca te gané sino cuando tú querías que ganara, entonces ese pequeño pueblo empezó a crecer, con gente de todas las latitudes. Con la llegada de un sacerdote todo terminó, y supimos quién eras. Llegó cargando su agua bendita y agradeció al Eterno por ese precioso metal...De la mina sólo quedó un socavón negro y yermo. El oro se hizo arena, tierra, viento... y se alejó, dejando en los recuerdos del tiempo ese lugar. Los recuerdos...No seas así Patrón estás jugando conmigo. Déjalas en paz...
Frente a él se apareció Juana, aquella hermosa mujer nortina que le robó su corazón, tal y como la conoció cuando eran jóvenes. El viejo Demetrio entró en delirio, no podía creer que su mujer estuviera así, tal cual. Se negó rotundamente a las demandas de ésta lo que le provocó una profunda tristeza, pero allí siguió. Se concentró en las cartas, empezó a contarlas. Eran todas nuevas. De pronto no podía ser. Don Juan Chandía, parado a su lado, alargando un fajo de billetes, le dijo:
- Viejo Demetrio ya has cumplido con todo lo necesario, yo me quedo y tú te vas a rehacer tu vida gracias por tu lealtad.
- No patrón, yo no me voy, no vine por dinero y eso Ud. lo sabe.
- Yo ya estoy bien, te puedes ir querido Demetrio, leal viejo...
- Patrón, no me engañe que yo lo tengo que matar antes que se lo lleve...
- Muy bien, cumple con tu deber.
Sacó su brillante corvo que resplandeció a la luz tenue de la fogata, su patrón sacó el suyo, cada uno puso su manta en la mano contraria y se tramaron en una furiosa pelea. Iban y venían cortes al aire, que apenas tocaban cada cuerpo, pues si hirieran la carne serían mortales. La ropa de cada uno estaba hecha jirones, el sudor y la tierra cubrían sus rostros. El silencio fúnebre de las montañas era interrumpido sólo por el jadeo de la respiración de los contrincantes. Pasaron, tal vez, algunas horas, el cansancio y las heridas iban haciendo mella en el viejo Demetrio que había sacado la energía de cuando era joven, pensando en sus tres hermosas estrellas que ahora eran parte del firmamento.
De pronto, una cuchillada certera, bien equilibrada, sintió que partía el estómago de su patrón, entonces un hálito de demonios lo envolvió, una risotada que quebró el amanecer de las montañas, lo dejó envuelto en los brazos de su amada Juanita. Pero él se deshizo de esos brazos, puesto que sabía que eran el último recurso de ese Patrón, con quien se había encontrado en Cerrillos de Tamaya. Finalmente, una voz profunda, le dijo:
- Nos vemos viejo Demetrio...
Era la mañana del día de San Juan, el rocío cubría todo alrededor, el viejo Demetrio se incorporó exhausto, mal oliente y sucia su ropa, se acercó al ataúd, lo abrió lentamente, y vio a su patrón lívido y demacrado. Por un momento pensó que lo había perdido, pero una leve respiración lo turbó y acercó sus manos para levantarlo, de pronto, don Juan, abrió los ojos y un gran grito de terror le salió, exhalando su alma como en el día del juicio final. En el silencio de las montañas retumbó como una ola gigante, ola de piedras, una ola del espanto acumulado durante la noche. Demetrio lo quedó mirando y le dijo:
-Patrón, ya pasó todo, y nada será igual. Lo perdió todo, menos su alma.
- Sí viejo, tú estás mucho más viejo que ayer- le contestó con voz quejumbrosa.
- Sí patrón, y usted también.
Pero su mirada ya no era la misma, don Juan tenía una mirada que demostraba que un algo muy profundo le había sucedido.
Tiempo después bajaron desde ese arcano rincón del mundo hasta lo que había sido su próspera hacienda, pero en lugar de los pródigos potreros con los sembrados, los animales de carrera, las casas de los inquilinos y la familia de don Juan Chandía, todo había sido abandonado, puesto que estuvieron muchos meses erráticos, fuera de su fundo, al volver lo había abandonado su familia, su mujer con sus hijos, el padre había muerto y todos los hermanos tuvieron distintos destinos. Todos aquellos que habían puesto sus esperanzas en los Chandía, habían cobrado su celo económico sin ninguna piedad.
Cuando los dos hombres llegaban a alguna casa, todos les cerraban las puertas. Eran forasteros. Nadie los reconocía. Muchos mitos generó la historia de los Chandía, y éstos a la vez un temor a todo lo extraño y extraños que se aparecían por el lugar. Villa Seca volvió a ser un caserío yermo olvidado entre los cerros.
No tuvieron más alternativa que emigrar, trabajando de pueblo en pueblo, de casa en casa para buscar albergue, y vivir el día, hasta que las noticias de un nuevo pueblo clavado en la precordillera los llevó hacia Huanta, pero por sobre todo la noticia de los perdidos en la cordillera atrajo, como un cóndor a los restos de un animal muerto, al viejo Demetrio.

El Aprendiz
Así fue como estas dos almas, huyendo del mismísimo demonio, llegaron como guiados por la mano de Dios a esa aldea, de unas cuantas casas de adobe, unas cuantas chozas, que estaban diseminadas por aquí y por allá. El viejo Demetrio se involucró en los trabajos de búsqueda del desaparecido Feliciano Candoroso y su incauta caravana. Mientras don Juan Chandía había recobrado la compostura de gran señor atraído por la madura belleza de doña Mercedes de los Ríos. Hacía todo lo conveniente para que la mujer disipara de su vida la negra nube de posible viudez. Además, doña Mercedes, ponía un granito más de interés en el casi marchito corazón de don Juan, quién, a esa altura, había perdido casi todo recuerdo de su familia, sus hijos y su amorosa esposa de bien. Parecía que los dos corazones infelices se habían atraídos como por un hilo invisible propuesto por una mano superior, como pensaba el viejo Demetrio.
Abelino Candoroso creció bajo la mirada atenta y escrupulosa del viejo Demetrio, éste le enseñó todos los secretos posibles, secretos que tienen que ver con cómo interpretar el comportamiento de los animales, las aves; el viento y las nubes; los metales, su disposición, color y lugar donde se encuentran.
El niño reducía su interés a jugar horas y horas al lado del arroyo, hablando y hablando sin parar. El viejo Demetrio observaba con un dejo de preocupación la ocupación del niño y sus juegos. Sin embargo, Abelino Candoroso se perdió de la vista de todo humano mirar en un pestañeo, cundiendo la alarma de inmediato al no responder a los llamados de su madre. Doña Mercedes visitó como un suspiro a los vecinos que la seguían como una bandada de golondrinas de casa en casa, y los varones se organizaban para salir en la búsqueda del chico que duró hasta la madrugada, en pequeños piños se multiplicaban las antorchas y las voces con sus ecos hacían que los perros aullaran lastimeramente. Buscaron siguiendo el curso de las aguas y entre los matorrales hasta que el alba borraba furibunda a brochazos las últimas estrellas rebeldes. El día estuvo revolucionado con la búsqueda incesante del niño Abelino. Las más viejas tomaron sus rosarios y los desgastaron haciendo cadenas de oración, mientras las mujeres se dedicaban a hacer comida para tanta gente que se aglomeró en la casa de doña Mercedes. Los niños, en tanto, especulaban sobre los secretos escondites que tenían. Los varones empezaron a mirar con creciente desconfianza a perros, gatos y cerdos, incluso hasta los ratones del campo fueron exterminados en una seguidilla de hecatombes durante los siguientes días, pues alguien había contado que a más de algún niño, estos animales y otros que salen quién sabe de qué infernales lugares, suelen recorrer en la noche los inocentes sueños de los niños y se los devoran, no dejando rastros de ellos. Dicho y hecho, al cabo de tres meses. Huanta no conocía ni perro ni gato ni cerdo vivo en casa alguna. Es más, hasta cambió el paisaje del pueblo, puesto que cuadrillas de hombres venidos de diversos lugares a colaborar en la búsqueda del niño Abelino y con similares o peores anécdotas de desaparecidos por extraños seres criados entre las malezas, encima de los árboles, bajos las rocas; en los hoyos y cuevas del terreno, en los arroyos y sus aguas e, incluso, en las casas, detrás de los aparadores, bajo las camas, los baúles con ropas, las despensas, en fin, tal fue la influencia de esos relatos que se talaron árboles y arbustos, se cambiaron los rumbos de las aguas, se tapiaron socavones para distinta industria, previa exploración milímetro a milímetro; transformando los caminos; despejando los campos para mayores labores agrícolas; reorganizando los límites de los terrenos, lo que provocó más de algún litigio entre los propietarios que no pasó a mayores en bien de un promisorio aparecer del niño Abelino.
Los cambios no sólo fueron materiales, sino también espirituales con la llegada de un sacerdote destinado para esas apartadas localidades y “dejadas de la mano de Dios”, como él mismo lo dijo al presentarse. El padre Ezequiel, un joven recién salido del seminario, donde había sido enviado por su madre -que en paz descanse-, para que pudiera rezar por ella a su muerte y tuviera asegurada su vida eterna per secula seculorum. Hijo único de una mujer viuda y militante beata, criado rodeado de supersticiones más que de razones, pero que - gracias a Dios- nunca le faltó para comer y vestir al pequeñín de sus ojos. Con su llegada puso al día a todo cristiano con los sacros óleos: Realizó alianzas matrimoniales de parejas avenidas sin el santo sacramento, por lo que el pecado original imperaba en esos andurriales; bautizó a todo niño “morito”; bendijo tierras, cultivos, los nuevos animales con sus crías, casas y habitantes de ellas. Se percibía que el mal originario, la misteriosa desaparición del niño Abelino, con un sino similar al de su padre, produjo un auge del pueblo, podría decirse: una refundación.
Pasados los meses y con el consuelo de este pastor y, por supuesto, de Juan Chandía, doña Mercedes de los Ríos recuperó su normal compostura, no dando por perdido definitivamente a su retoño, puesto que toda madre lleva en sí el germen del amor de Dios, decía el carismático cura. Viuda, no cabía dudas, y con un ardoroso anhelo maternal, por lo que se celebró la boda - como Dios manda- entre doña Mercedes de los Ríos y don Juan Chandía. Fue una boda a la altura de las circunstancias.
Luego de esta última unión, el pastor empezó a distanciar sus visitas, producto, más que nada, de su devota misión en otras aldeas
.

Resurrección
El viejo Demetrio seguía haciendo su vida, después de la bacanal celebración del matrimonio de don Juan y doña Mercedes, seguía yendo y viniendo, debido a que su vida estaba contenida entre la soledad de esos cerros y la incipiente prosperidad del pueblo. Muchos lo encontraban de improviso durmiendo bajo cualquier árbol en los días de intenso calor u otras veces observando detenidamente el comportamiento de tal o cual animal, cosecha e incluso piedra. Lamía, oía, olfateaba, palpaba y miraba con una concentración casi religiosa, luego se alejaba hablando solo. Conocía cada rincón del pueblo, cada pirquén en las montañas y toda vertiente de aguas con gusto a cielo. Así fue que en unas de esas vueltas y revueltas, le regaló a doña Mercedes de los Ríos, un frasco con diez gramos de oro puro -es mi regalo de bodas-, puesto que nunca le faltaba nada al viejo Demetrio, le recomendó a doña Mercedes de los Ríos, ahora de Chandía, usarlo sólo en caso de extrema urgencia, puesto que su vida no sufría mayores estragos económicos, por lo que era necesario guardar este pequeño tesoro para un precario futuro. E inmediatamente la señora se dispuso en buscar un secreto lugar donde dejar esa reliquia, entonces, luego de indagar por uno y otro rincón de la casa, halló el más propicio lugar -jamás pensado por mujer alguna-, abrió una cavidad en la pared de adobes de su pieza, justamente en la cabecera de su cama. Allí quedaron olvidados y tapiados los diez gramos de oro.
Más de alguien tuvo un infortunado pensamiento acerca del hombre, tenía algo entre ceja y cejas, era la desconfianza. Pero las desconfianzas no mellaron la percepción que el pueblo tenía del viejo Demetrio, ni su parsimonia y la mirada escrutadora de aquel que ya puede intuir el próximo paso, el próximo pensamiento.
A doña Mercedes de los Ríos de Chandía el recuerdo del pequeño Abelino Candoroso de los Ríos se le iba diluyendo lentamente como la nieve del último invierno. Y el pueblo todo parecía seguir los estados de ánimo y la buenaventura de la señora, puesto que todo tomó el habitual devenir como antes de la desaparición del crío, aparecieron animales domésticos y plantas de variadas especies como una bendición. Los matorrales cubrieron los deslindes y quebradas. Las aguas buscaron nuevamente las raíces de los árboles para jugar con ellas. Las cañas, los helechos, las colas de zorro, los sauces y las breas. El paisaje logró un color más refrescante.
Antes que el pequeño y borroso rostro de Abelino se disolviera como la nieve, doña Mercedes mandó a su flamante esposo levantar una “animita al pequeñín de su alma”, en el lugar exacto donde se le vio por última vez. Los reportes que traía el viento de él eran tan variados que no desistió de preguntar a todo forastero, de correr la voz a los cuatro vientos, y esperó, mientras construían, donde siempre lo veía todos los días jugar y hablar sin cesar, cerca del Estero. Sin embargo, la próspera y exuberante vegetación empezó a hacer estragos, atajando las aguas, atrayendo los roedores de siempre e invadiendo los terrenos que se habían despejado por lo que fue necesario empezar a mantenerlas a raya. Era necesario abrirle un buen camino a las aguas que alimentaban los cultivos, casas y animales -porque, gancho amigo, cuando llueve, ¡ay mamacita linda! los elementos no respetan límites humanos, yo he visto inundarse el valle de orilla a orilla, y, el Estero, llevarse cerros casi completos-.
El pueblo todo se dedicó, en pequeñas cuadrillas, a cortar, picar, sacar, limpiar los cañaverales del lecho del gran estero que vitalizaba el pueblo, fueron con minuciosa dedicación cortadas y arrumbadas en grandes lotes que servirían posteriormente para reparar los quinchos de las murallas de las casas. Más atrás venía otro grupo que cortaba troncos, sacaba la terca y dura maleza y también la totora propia de las aguas. En fin, era una labor donde todos los pueblerinos se movían por cerca de tres semanas, para dejar despejado el curso normal del agua. Entre chiflas y rechiflas, cantos, chistes, día tras día la faena tenía el natural ritmo del viento. Pero al llegar a la tercera semana de trabajo, la vanguardia trae un alboroto jamás oído entre la imbricada vegetación, la muchedumbre se agita a ritmo de olas, corren algunos para uno y otro lado, las órdenes son imperantes, la vista está aguda, apuntando entre el cañaveral y las totoras, algo corre, algo huye, los perros con mirada perdida no saben si es un juego o algo que cazar, alguien azuza uno de los animales, que entra raudamente al matorral. Silencio. El animal recorre haciendo crujir la vegetación, algo delante de él corre, algo como otro perro, es tal vez un zorro. Alerta. La muchedumbre se enardece con el avatar. Expectación. Nadie pronuncia palabra. Más canes entran en la maleza. La gente rodea en un círculo que se estrecha cada vez más y más. Dentro de la desesperación, lo que huye, un pequeño ser, salta con un indefinible sonido con sus garras sobre uno de los pueblerinos, y en el aire un viejo paletó lo atrapa inevitablemente, mientras un grupo de personas se abalanza sobre él. Ya está atrapado.

El hijo pródigo
Un coro de voces se alza cada vez más fuerte. El viejo Demetrio dormitaba. Un sopor tan añejo como el vino le trajo lejanos recuerdos, inefables, ya deslavados por el tiempo. Demetrio, sintió de pronto una mano que lo remecía, y lo incorporaba, bajo los gritos y las miradas de un grupo de niños que habían sido incitados por los adultos para ir a buscarlo. La muchedumbre entera corría con ese pequeño ser envuelto en un saco para que pudiera descifrar su identidad, puesto que jamás nunca en la vida de uno de esos cristianos cosa igual le había acontecido, sin embargo, la cantidad infinita de historias que cada baqueano traía de uno u otro punto cardinal, sea de cosas de este mundo como de extraños seres nacidos desde la oscuridad de la noche así como de las entrañas de otros animales, que -lejos de la Santísima Mano de Dios- habían sido esparcidos en el vientre de éstos por la necesidad de los hombres y su soledad. Extrañas criaturas con cabezas humanas y cuerpos de animal o viceversa, que apenas nacidos morían porque, sino - comadrita linda- este mundo estaría lleno de alimañas venidas del mismo infierno y del pecado del hombre.
Demetrio salió al patio de la casa de don Juan y en medio había un corro que rodeaba un bulto, poco a poco se fue abriendo el saco, en su interior un imperceptible temblorcillo mantenía la expectación del pueblo. Dos hombres descubrieron el bulto que acurrucado temblaba. Demetrio se acercó y lo levantó inmediatamente. Al unísono la muchedumbre exclamó el nombre del pequeño Abelino Candoroso de los Ríos. Desmayos de las mujeres en estado de ingravidez, aplausos de unos, exclamaciones de júbilo y asombro otros, señales de la cruz al aire y persignaciones mientras se arrodillaban y rezaban las oraciones del caso, más de alguien esperaba una señal especial para tal acontecimiento. Una vez recuperados de este indescriptible hallazgo, el pueblo completo se dedicó de una u otra manera a la labores de advenimiento del niño. El viejo Demetrio se dedicó a limpiar en cuerpo y alma al pequeñín, mientras que doña Mercedes de los Ríos de Chandía atacada con una histeria que trataban las viejas de apaciguar con aguas de una u otra hierba, cayó en un trance que duró casi una semana. Durante el período, la pobrecilla doña Mercedes, viajó a los recónditos precipicios de los Andes donde se reencontró con el difunto don Feliciano Candoroso, vio los estragos pasados en la última luz de su mirada dedicado a su mujer y al desconocido retoño, un hilo de pensamiento migratorio dedicados a ellos, para luego viajar hasta los desencuentros divinos de don Juan y finalmente las desventuras del pequeño Abelino, desde que desapareció, hacía ya más de año y medio. Al salir de su paroxismo dio instrucciones precisas sobre lo que debía de acontecer con el niño, cosa que el viejo Demetrio se había preocupado de realizar desde su aparición. Inmediatamente se realizó un pequeño ritual con él, quién con la mirada ausente, recibía cada proceso. Para espantar al extraño espectro que lo había raptado, fue objeto del embetunamiento en mierda de cabeza a pies por una noche, mientras las matronas y abuelas del pueblo recitaban interminables avemarías y padrenuestros en una retahíla interminable que culminó con una misa realizada por el cura Ezequiel, donde se agradecía el reencuentro de esa maternidad y de la comunidad huantina con sus desaparecidos, haciendo hincapié en el regreso de un hijo prodigio, verdadero milagro de Dios y extraído de las turbias aguas del olvido.
El pequeño Abelino Candoroso de los Ríos, abstraído de toda mundana preocupación, se mantenía en un limbo que tan sólo presupuestaba el viejo Demetrio, haciendo todo lo posible por reinsertar al pequeño en la vida cotidiana. Sin embargo, el chico vivía en realidades prohibidas para el entendimiento común, hacía extraños geoglifos en el suelo y las paredes, acompañados de una glosolalia con quien sabe qué seres extraídos de su imaginación, junto con ello, al pasar los meses, extraños acontecimientos se fueron concretando: las mujeres ingrávidas tuvieron problemas de parto, nacimientos de niños contrahechos y muertes en el alumbramiento de éstas y sus bebés. Así mismo, otras muertes y accidentes en extrañas circunstancias de pueblerinos, algunos en los pozos y piques mineros, arrollados por los animales de labranzas; el ganado y otros animales sucumbieron en insólitos hechos; inusitados incendios de hogares e, incluso, el sacerdote que se quedó a dormir en la pequeña iglesia del pueblo, tuvo perturbadoras y pecaminosas revelaciones profanas en sus sueños, lo que obligó a todos los parroquianos a sacar a todo santo en romería por el pueblo e inundar las casas, personas, animales y trastos de toda índole con agua bendita para espantar los males. Las mentes más lúcidas empezaron a preguntarse que, desde la aparición de Abelino Candoroso de los Ríos, se venían sucediendo estos hechos.
Para colmo de males, en ese tiempo se conoció la llegada de personajes venidos del norte, que tomaron por asalto el pueblo y mantuvieron en estado de sitio a los lugareños durante meses.
Derrotado el gran minero y revolucionario Pedro León Gallo, a los pies del Cerro Grande en la ciudad de La Serena, llegó allí con una recua de mulas y un grupo de rudos pirquineros, acostumbrados a la intemperie y a las más duras faenas y, ahora, a los avatares revolucionarios, cambiando sus vidas de peones mineros a milicianos, siguiendo la estrella dorada recortada en el profundo azul de su bandera. León Gallo, mostraba orgulloso su portento y poder sobre sus hombres, lo que le daba un aire autoritario, cosa que no gustaba a Juan Chandía, mientras el viejo Demetrio observaba el cambio que se había suscitado en ese hombre copiapino, desde que lo conociera como dueño de una pequeña dote minera, para luego pasar a ser el dueño de la más grande riqueza de plata del país. Además de ser un líder innato y con un incomparable olfato por los negocios mineros, sabía que allí, en ese arcano pueblo se encontraba un gran tesoro en oro, pero por la premura del tiempo, no hurgueteó los cerros aledaños. Demetrio callaba como un sepulcro, cuando se trataba de este tema debido, sobre todo, a su legendaria sabiduría sobre vetas y las consecuencias traídas para aquellos que las encontraban. Pero no le falló el olfato a León Gallo cuando se sintió atraído por los más sensuales y maduros atributos femeninos de la tía María, todos ellos enmarcados en una sensual sonrisa de su tez aceitunada. Esto provocó que uno de los pampinos requiriera los amores de doña Mercedes prometiéndole una próspera vida en las argentinas. La reacción no se hizo esperar, Juan Chandía furibundo pide arreglar cuentas a León Gallo con el minero, pero éste se niega, puesto que era seguro que la cosa iba para duelo, lo que significaba mermar su tropa o provocar la rebeldía del pueblo frente a sus menesteres más agobiantes, por lo que le promete a Juan Chandía partir lo más pronto posible allende los Andes y prohibir a sus hombres enamorar a las mujeres casadas y que frente a cualquier urgencia buscaran otros modos de satisfacción. Entre Juan Chandía y el minero Luciano se incendió una quisquillosa animadversión que hizo que muchos tomaran bandos por uno u otro.
Sin embargo, los insurgentes se hacen cargo de las actividades del pueblo, incentivando, en los corazones más jóvenes, las ideas de igualdad y justicia entre otras, lo que suscita un revuelo entre los muchachos adhiriendo a la causa más justa jamás escuchada por esas tierras. Por ello nacen brigadas preparadas para "la causa", como decía el mismísimo León Gallo con su cara ceñuda y cerrada por una gran barba, puesto que el ejército le venía pisando los talones, pero mediante una audaz maniobra, recobró terreno llegando por intrincados camino a Huanta.
El objetivo era atravesar los Andes al país vecino, pero hasta ese instante sólo un hombre era conocedor de los pormenores de la geografía de la cordillera, y ese era el viejo Demetrio, quien deja en manos de doña Mercedes la rehabilitación de su hijo, puesto que será acompañado en esta empresa por Juan. Y así se lo expresa al bigotudo y hombruno León Gallo. Unas semanas después, el grupo parte por Quebrada Seca, por el mismo camino recorrido por el incásico Huantajaya y el ardoroso cazador de fortunas Feliciano Candoroso, pero esta vez el tiempo era propicio y los guiaba el viejo Demetrio, además de un número importante de huantinos que se unieron a la causa de este líder pampino.

La huída.
Luego de siete semanas, el viejo Demetrio se encuentra en el pueblo y las circunstancias son otras: Se acusa al extasiado Abelino Candoroso de los Ríos de ser el portador de tal ola de calamidades nunca antes vistas hasta entonces. Las cosas estaban al borde mismo del aniquilamiento de la familia. Algunas voces clamaban sin temor a dudas, que el portador de tan malignos aires era el niño. El sacerdote, a pesar de los requerimientos de la gente no se acercaba al pueblo, puesto que cada vez que iba, se acrecentaban sus infernales sueños y con ello sus deseos más pecaminosos, no leídos en libro catequístico alguno, además porque se encontraba el grupo de Pedro León Gallo con sus despaturradas ideas liberales oponiéndose a las de la Santa Iglesia, cosa que él no estaba en condiciones de aceptar, por lo que en más de algún púlpito, exigía la excomunión de los impíos pampinos.
Las hermanas de los Ríos, habían vivido en una pequeña heredad que mantenían ellas mismas desde muy jóvenes, debido a que sus padres murieron de una de las pestes que asolaban el valle de tiempo en tiempo. Eran un par de mujeres cotizadas por todo hombre, pues quedaban deslumbrados por su particular belleza, siendo descendientes de la noble genealogía de los incas. Sin embargo, la mayor, doña Mercedes, sentía que el amor no llamaba a su puerta y la edad de merecer se le iba irremediablemente, hasta que se puso en campaña y no le fue muy difícil enamorar a don Feliciano Candoroso, el eterno buscador de tesoros, quien rápidamente sucumbió en los brazos de la mujer y con la cual pasó muy poco tiempo hasta su muerte. María de los Ríos, fémina dueña de una exuberante voluptuosidad que contradecía su carisma, candidez y suavidad en el trato con los niños, adquirió el mote de tía María teniendo unos veinte y tantos. Y así se le conoció desde siempre.
Una vez que partieron los revolucionarios, estas dos mujeres se apoyaron mutuamente, la tía María sintió que el único incipiente amor se le iba, con la recia virilidad de don Pedro León Gallo, además un extraño presentimiento invadió los sueños de doña Mercedes. Cada una, entonces, se sumergió en un extasiado limbo, que cualquiera que se acercaba a la casa entendía de inmediato las extrañas conductas que habían adquiridos los tres habitantes de la heredad, lo que hacía que los temores y sospechas, conjuntamente con un desconfiado temor, mantenían alerta y sigilosos a los vecinos. Por ello, nadie ni las dos mujeres, asimiló los mensajes criptográficos que el pequeño Abelino dibujaba en paredes y suelo representando el camino de la caravana por la cordillera, los encuentros furtivos de las mujeres con sus amores, el velorio de Juan Chandía en las oscuridades del recuerdo, el arcano viaje que había realizado cuando se perdió en los cañaverales; y la inesperada muerte de Juan y de su padre, entre otros tantos garabatos, hasta la llegada de Demetrio.
Sólo el viejo Demetrio reconoció en esos dibujos cada momento vivido con Pedro León Gallo y sus hombres, así como las muertes que diseminó a la prole de las de los Ríos por el mundo. Llegó demacrado, agotado por el esfuerzo realizado en la huída desde la frontera a través de los recovecos andino hasta Huanta.
En uno de esos recovecos cordilleranos, Juan Chandía había terminado sus días producto de uno de los accidentes más estúpidos visto por el viejo, pero nadie le quitaba de la cabeza que todo había sido preparado, a raíz de las disputas en defensa de la honra de doña Mercedes, por el pampino Luciano. A pesar de ser advertido por el viejo Demetrio y el mismísimo Pedro León Gallo, en un descuido presenciado por el ladino Luciano, Juan Chandía acabó en un profundo precipicio, al cual cayeron otras dos personas más. Allí mismo el viejo Demetrio se propuso volver, puesto que presentía que el próximo difunto sería él mismo. Dando tres o cuatro instrucciones al líder rebelde, Demetrio se adentro en las profundidades de los roqueríos cordilleranos. Por más que buscó y buscó, sólo encontró el malogrado caballo y a los dos hombres que cayeron con Juan. Conocedor de esos intrincados misterios cordilleranos, salió huyendo, luego de entregar tres pistas para que la caravana saliera del territorio. Llegó al pueblo, en forma clandestina, hasta la casa de los Chandía, allí dio la noticia a doña Mercedes, quien cayó en un shock nervioso, tendida en una cama pasó delirando, quince días, atendida, por supuesto, por la indefinible tía María con su aire cándido y suave, a pesar de su voluptuoso cuerpo. Las puso al día de todos los pormenores desde que salió del pueblo. Sin embargo, muchos aldeanos estaban decididos a aniquilar al niño Abelino, más aún que eran demasiado patentes los garabatos, cada vez más esmerados, creados con una energúmena desesperación. El viejo Demetrio, entonces, resolvió salir rápidamente del pueblo con el niño y dejar a las dos mujeres, a doña Mercedes casi inerte en un catre y a la tía María con un recetario de hierbas para poder volverla en sí
La maternidad
Apenas hubo salido el viejo con el niño a cuestas, ocultos por la oscuridad de la noche, una ferrosa tranquilidad sumió al pueblo y la casa de las de los Ríos. Tres días después, y una vez que doña Mercedes salió de su trance, en el dintel de la puerta de la casa de las mujeres, se aparece el pampino Luciano, hambriento y calado hasta los huesos por una anemia, que lo mantuvo al vilo de la vida por siete días, durante los cuales doña Mercedes lo cuidó, con una dedicación pasmosamente maternal. Ella se repuso tres días después de la partida de su hijo, pero no contó que durante su estado febril había recorrido los inefables vericuetos de su vida y había comprendido el sino de su estirpe que era el mismo de su antepasada ñusta y el del viejo Huantajaya con su séquito, por lo que, al despertar, su rostro demarcaba una resolución comparable sólo a la vista en los hieráticos rostros de los íconos de la iglesia, sólo comparable con la ceñuda imagen del Creador, como lo había expresado oportunamente la tía María a la vez que se persignaba sorprendida.
Luciano una vez recobrado de todos sus delirios, intentó hablar de sus sentimientos y lo ocurrido con Juan Chandía, pero doña Mercedes no le dio oportunidad, ella infatigable en una labor que ni su hermana entendió, iba de un lado a otro arreglando esto y aquello, desechando objetos y ropas, hasta que se plantó con una resolución determinante en sus ojos frente a su hermana y le dijo, con una voz definitiva:
- ¡Me voy, tú hazte cargo del futuro de la casa, yo voy a reconstruir mi vida!
Con tal desplante, su hermana quedó desencajada, sin atinar a hacer nada, mientras tomaba sus pilchas, levantaba al convaleciente Luciano y salía del pueblo, seguida por los innumerables ojos que la vieron perder su rastro en el camino. Desde entonces, nunca se supo más de doña Mercedes de los Ríos viuda de Chandía. Tardíamente llegó un rumor a la tía María, después del deceso de Abelino Candoroso de los Ríos, con las ya mencionadas repercusiones, que era dueña de un manantial de riquezas extraídas del prodigioso norte; otras que había sido asesinada junto a Luciano, enredada en oscuros negocios del tráfico y el mercado negro, finalmente, una de las más agraciadas habladurías, colocaban a Mercedes de los Ríos codeándose con lo más granado de las opulencias europeas, llevadas allá por uno de los magnates ingleses dueños de las riquezas del norte del país, que luego de abatir en duelo al pampino Luciano, la coronó con la alianza de esposada. Lo cierto era que si la suerte de Mercedes hubiese sido la muerte, la tía María, dentro de su exquisita intuición femenina lo hubiese sabido de inmediato, puesto que en el silencio de su terruño, secretamente iba arrullando el fruto de sus amores con el líder pampino, ahora convertido en un desdibujado recuerdo lleno de plenitud.
Ese esquivo placer la llenaba de gozo, mientras su belleza tomaba un aire deslumbrante a la luz de la prominencia de su vientre.
Un nuevo aire se respiraba en esa pequeña aldea cordillerana, nuevamente las cosechas eran prósperas y los animales de crianza procreaban a destajo, lo mismo ocurría con las familias, quienes se extendían con una prole interminable, digno ejemplo de los renombrados personajes bíblicos.
La tía María respiraba este aire de prosperidad que infundía toda la aldea. Cuando la criatura que pateaba su vientre con ímpetu pudo ver su radiante rostro de felicidad por tanto tiempo soñado, muchos pueblerinos admiraban y contemplaban deslumbrados por la mirada de la mujer. Muchos creyeron ver un espíritu divino en ella, quien siempre pasaba desapercibida, ahora la maternidad le había cambiado su ser. El pequeño nació en el momento de mayor efervescencia del pueblo, de manera que su infancia fue una brisa de primavera, como decía la tía María.
Una singular caravana se acercaba al pueblo. Un personaje estrafalario venía a la vanguardia vestido a la usanza de las imágenes bíblicas, con un sayal y sandalias, su rostro denotaba una religiosa expresión que culminaba en una larga barba, la cual no había recibido ningún tipo de arreglo para dar cuenta de su verdadero arrepentimiento y desvinculación con la vida mundana. Todo el conjunto era un cuadro vivo de una escena de los evangelios. Encabezaba la procesión el nombrado “Cristo Elquino”, seguido por unas cuantas mujeres y una variada gama de pintorescos personajes, todos con la cara devotamente entierrada, por la excesiva e interminable caminata hacia la redención de sus pecados. Los perros y niños del pueblo salieron a recibirlos al oír la salmodia que coreaban, los cánticos hacían ecos por los cerros, produciendo una algarabía comparable a las trompetas de los ángeles del cielo, como diría mucho tiempo después Juan, conocido por todos como “el monaguillo”.
Una muchedumbre salió del pueblo a recibirlos. Entre los visitantes, había gente de toda estirpe: mujeres arrepentidas de sus pecados sexuales, por los engaños a sus esposos; asesinos que expiaban sus homicidios; mercaderes y embaucadores que habían quebrado sus negocios, hasta un tullido que, desde su juventud, había perdido la casi totalidad de su movilidad porque –según se comentaba- le había levantado la mano a su madre. En un éxtasis espiritual había podido moverse y caminar, luego de encontrase en el camino de este santón.
El grupo se asentó a orillas de la torrentosa rivera de El Estero. Allí permanecieron por cerca de un mes predicando, bautizando y exigiendo una vida austera, puesto que sentía que su misión era recordar que este mundo debe acabarse y empezar otro.
La tía María hizo bautizar a su pequeñín Pedro, en remembranza de la figura del líder nortino. Total, decía, a falta de cura cualquier agua venida de Dios es buena en estos tiempos de caos.

La vida y la inmortalidad son sólo una ilusión
Entre los romeros del “Cristo Elquino”, estaba un joven, que a muchos vecinos de la aldea, les llamaba la atención por sus facciones y actitud, sin embargo, él pretendía pasar desapercibido. Pero no pudo hacerlo, puesto que los aldeanos, ansiosos por la novedad, insistían en uno y otro de los peregrinos para conversar de lo que pasaba por otras latitudes. Así fue que uno de ellos, haciendo asociaciones, vio un rostro semejante al de Pedrito, el hijo de la tía María, por lo que corrió a casa de ésta y, tomando al niño y a su madre, salió tras el rastro del rostro que le aguijoneaba los recuerdos. Y estando con los peregrinos, le plantó a la tía María y su hijo frente a sus narices.
El desconocido no pudo soportar la tensión del reencuentro y perdió los sentidos. La tía María con un grito que rompió la quietud de la tarde y que hizo llorar por horas al imperturbable y angelical Pedrito, reconoció al pequeño Abelino Candoroso de los Ríos, que ahora representaba una experiencia de muchos años. Alarmados, vecinos y peregrinos corrieron a levantar en vilo a Abelino, transportándolo posteriormente a la casa de la tía María. El pequeño Pedrito, una vez pasada la primera impresión, se mantuvo alejado de su primo carnal porque, según él, “asustaba mucho”.
Esa noche toda la gente se aglomeró en la casa de las de los Ríos, lo que se transformó en una fiesta, donde se multiplicaban los panes y el vino por una extraña razón y coincidencia. Así pasaron dos días enteros y al tercero, ya que el joven Abelino no mostraba asomo de conciencia, la fiesta improvisada se convirtió en un responso cada vez más concentrado encabezado por el “Cristo Elquino”.
Siete días después, la vida de los aldeanos trataba de volver a la normalidad, y los más viejos ya veían con malos ojos la situación por la que pasaba Abelino, que sin asomo de conciencia y recordando los sucesos previos a su huída con el viejo Demetrio, se hacía vox populi.
El “Cristo Elquino”, no dejaba de orar día y noche junto a sus seguidores. Habían contado que Abelino apareció una noche junto a ellos, en muy malas condiciones, con una profunda herida en un costado y, que gracias a las oraciones y a los cuidados del grupo pudo recuperarse, pero nadie sabía nada más. Aquellos que se quedaban seguían fielmente los preceptos de la cofradía y los que se iban desaparecían para siempre en la oscuridad del olvido. Esto provocaba que las autoridades vieran con muy malos ojos a este grupo que tenía muy buena aceptación entre la gente, pues las glorias de Dios eran bienvenidas en cualquier casa, pero era un grupo donde se escondía cualquier maleante, por lo que la policía y los personajes de posiciones políticas y administrativas claves le echaban manos de vez en cuando a algún integrante del grupo por lo que disminuía considerablemente su número, pero al poco tiempo era, nuevamente, una gran masa de personas que iba de pueblo en pueblo como gitanos, predicando, bautizando y exigiendo una vida austera, puesto que sentía que su misión era recordar que este mundo debe acabarse y empezar otro mejor.
Dos semanas después, violentos espasmos movían el cuerpo del infortunado Abelino, con voz gutural decía palabras deshilvanadas, que poco a poco iban teniendo coherencia. La tía María iba escribiendo en un cuaderno estas palabras y empezó a descifrar aquella verborrea sin parangón. Recordaba los extraños mensajes criptográficos que cuando pequeño realizaba por toda las paredes de la casa. Así pudo saber de la suerte del viejo Demetrio, y cómo había recobrado su cordura junto al viejo haciendo una promisoria vida de arduo trabajo, a pesar de ello la suerte de Demetrio estaba escrita por un dedo superior a las fuerzas humanas. En un duelo con un extraño personaje, había sido fulminado nunca más se supo del paradero del viejo Demetrio, desapareciendo de la faz de la tierra, en un guiñar de ojos.
Abelino entonces, gracias a las enseñanzas de Demetrio, siguió el rastro de su madre inútilmente, llegó a la pampa entrado en huesos, allí se mantuvo como pudo hasta que se enfrentó con un pampino que le robó todo, por lo que trató de volver a su terruño con tan mala fortuna que fue de mal en peor, hasta terminar en una revuelta donde casi se le va la vida. Su despertar fue glorioso, acogido por el grupo de místicos marginales, se sintió como en familia, hasta llegar nuevamente a Huanta.
La tía María mantuvo una actitud resignada, pero no perdió su compostura ni su inefable belleza, fiel herencia del pasado indígena que llevaba en su sangre.
Un mes después, Abelino salía de su latencia, abrió los ojos y un gran grito de terror le salió, exhalando su alma como en el día del juicio final, pero volvió para ser el mismísimo Abelino, que había sido hallado entre los cañaverales del Estero. Esta vez babeaba sin parar y como ya era un portento de hombre, solía mostrar su miembro a las mujeres mientras caminaba embelezado por las calles del pueblo. Al principio parecía inofensivo, pero al atacar a una de las muchachas lugareñas, lo tuvieron que encadenar. Allí permanecía extasiado, en medio del patio de la casa rodeado de algunos perros y de la poca limpieza que le prodigaba su tía. Pedrito mantenía la distancia con su pariente.
Un día Abelino amaneció claro, traslúcido, transparente, como iluminado por una mágica luz, llamó a su tía María, le dijo que quería bañarse, vestirse y volver a su vida normal. Los vecinos no podían creer lo que veían: Abelino había vuelto de las oscuridades de la memoria. Los cófrades junto a su líder estaban convencidos que todo había sido producto de sus oraciones. Las vecinas de sus aguas de hierbas. En fin. La tía María relató lo sucedido en el último tiempo, mientras su sobrino asentía. Fue el reencuentro de la familia.
El grupo de místicos se retiró del pueblo entonando cánticos al ver que todo había pasado, y dejando al hijo recobrado de esa aldea, volviendo todo a su cauce natural.
A los dos días toda la aldea era la misma, sin extraños que predicaran alguna idea foránea o que un hecho sobrenatural interrumpiera el profundo sueño de sus habitantes ni que los amaneceres perdieran su esplendor ni las noches su quietud impalpable.
La tercera noche, un mal sueño atacaba la límpida frente de la Tía María. El rostro del viejo Demetrio se veía descolorido y aguado, posteriormente se veía Juan Chandía, luego Abelino recorriendo los secretos de su familia a través del cañaveral. Durante la noche la tía María tiene un dormir inquieto. En duermevela, presiente algo. Una sombra pasa a la pieza de Pedrito. Un sobresalto saca del sueño a su madre y de inmediato de la cama. Un presentimiento, el instinto materno, la sangre llama a la sangre. Un resollar. Un murmullo estertóreo. Un jadeo. La mujer ve a Abelino sobre Pedrito. Éste ahoga un grito en su desesperación, mientras su primo aprieta cada vez más fuerte el tierno cuello del chico. Poseído, excitado. Voces en su interior lo provocan cada vez...algo...algo...una sombra tal vez...
La madre saca fuerzas de lo profundo de la raza, en un rapto materno ataca a su sobrino que le quitaba la vida al pequeñín de sus ojos. Al ruido de la trifulca, los vecinos acuden tomando en vilo al poseído furibundo, que profiere gritos y sonidos irreconocibles para el oído humano, lo arrastran por la calle y lo atan a un poste de caballos en plena plaza donde lucha denodadamente por soltarse. Lugar seguro e inocuo. Fue necesario más de una decena de hombre para realizar la tarea. Algunos se organizaron para vigilarlo, otros querían sólo apilar leña y encenderle fuego para quemar y extirpar esa maldición, puesto que desde su nacimiento traía una mala señal-decían-.
La intervención de la tía le aseguró la vida. Entretanto cobijaba y arropaba contra su casto pecho a su hijo, que no se reponía del ataque de su primo.
Tres días después Abelino continuaba a la expectación de los niños en medio de la plaza, en las mismas condiciones. Los vecinos más ancianos manifiestan la intención de llamar al sacerdote a la localidad para resolver sobre el caso, puesto que considera que esto escapa a las simples manos de un mortal –“tiene que ver con las cosas de Dios-“, por lo que Abelino es trasladado a la capilla donde permanece mansamente hasta la aparición del cura Ezequiel, a quien se le pone al día de toda la situación, ornamentando y llenando de colorido algunos de los pasajes ocurridos con el joven, aludiendo, incluso aspectos de su vida menos conocidas, de las circunstancias de su nacimiento, decían algunos; su inexplicable desaparición entre los cañaverales del Estero, hablaban otros; de los extraños grafittis que permanecían, todavía, indescifrables en algunos muros, relataba alguien; de la huída con el imponderable Demetrio y su inesperado regreso con esa banda de seudos cristianos estrafalarios, declaró una antigua vecina, mientras se santiguaba perdiendo la mirada en un punto lejano del azulado cielo.
Toda la noche estuvo el señor cura con el extasiado Abelino, encerrado en la capilla. Orando y tratando de sacarle una palabra que corroborara lo que los vecinos decían y que sirviera a modo de confesión y posterior reconciliación con el Creador -había propuesto el padre Ezequiel- puesto que lo más importante es salvar esta alma condenada.
Los aldeanos oraron hasta el amanecer, intensamente en el atrio, expectantes a cualquier murmullo. El Sacerdote pasó la noche junto al desvalido y en la mañana no sabía qué hacer, puesto que -esto era cosa para médicos o personas entendidas y que las oraciones, aún hechas con mucho fervor, no tenían el efecto pretendido- decía.
Mientras explicaba esto a los vecinos, un alarido de ultratumba, desde dentro de la iglesia, hizo saltar de terror al piño de gente que se mantenía alerta en la puerta. El fuego que se había iniciado cundió tan rápidamente, que el sacerdote en un exabrupto de pasión religiosa se arrojó adentro del recinto, algunos contaron que para sacar al malogrado Abelino, otros para sacar las sagradas ofrendas y, finalmente, los menos, para rescatar el diezmo oculto detrás del altar. La verdad es que nadie, a ciencia cierta, pudo explicar la fugaz salida del hombre de la iglesia y del pueblo, con su sotana chamuscada entre la aterrada multitud y de aquellos que organizaban la cuadrilla para apagar las llamas, para no volver nunca más a ese "endemoniado pueblo".
Todo ese día fue necesario para sofocar el fuego y limpiar los escombros de la capilla. Nadie supo si el cuerpo de Abelino estaba o no allí, puesto que se confundió con las figuras de los santos de tamaño natural, encontrándose un total de siete de ellas. Entre los aldeanos no hubo acuerdo de la cantidad de éstas que había allí, algunos recordaban más y otros menos. Y para evitar la polémica, se resolvió que la tía María buscara un rasgo o atavío que distinguiera a Abelino de los demás restos, cosa que tampoco fue posible, entonces resolvió que todos los cuerpos fueran enterrados en una misma fosa. Se clavó una cruz sobre ella en el pequeño cementerio del pueblo, con un epitafio, con fecha imprecisa, que dice: “Abelino Candoroso de los Ríos, la vida y la inmortalidad son sólo una ilusión, su tía”.

Copiapó, septiembre 29 de 2004.-

domingo, 6 de abril de 2008

El Quijote de la Mancha (selección)

El Ingenioso Hidalgo don Quijote de la Mancha (1616)
TOMO 2

Capítulo Primero.
De lo que el cura y el barbero pasaron con don Quijote cerca de su enfermedad

Cuenta Cide Hamete Benengeli, en la segunda parte desta historia y tercera salida de don Quijote, que el cura y el barbero se estuvieron casi un mes sin verle, por no renovarle y traerle a la memoria las cosas pasadas; pero no por esto dejaron de visitar a su sobrina y a su ama, encargándolas tuviesen cuenta con regalarle, dándole a comer cosas confortativas y apropiadas para el corazón y el celebro, de donde procedía, según buen discurso, toda su mala ventura. Las cuales dijeron que así lo hacían, y lo harían, con la voluntad y cuidado posible, porque echaban de ver que su señor por momentos iba dando muestras de estar en su entero juicio; de lo cual recibieron los dos gran contento, por parecerles que habían acertado en haberle traído encantado en el carro de los bueyes, como se contó en la primera parte desta tan grande como puntual historia, en su último capítulo. Y así, determinaron de visitarle y hacer esperiencia de su mejoría, aunque tenían casi por imposible que la tuviese, y acordaron de no tocarle en ningún punto de la andante caballería, por no ponerse a peligro de descoser los de la herida, que tan tiernos estaban.
Visitáronle, en fin, y halláronle sentado en la cama, vestida una almilla de bayeta verde, con un bonete colorado toledano; y estaba tan seco y amojamado, que no parecía sino hecho de carne momia. Fueron dél muy bien recebidos, preguntáronle por su salud, y él dio cuenta de sí y de ella con mucho juicio y con muy elegantes palabras; y en el discurso de su plática vinieron a tratar en esto que llaman razón de estado y modos de gobierno, enmendando este abuso y condenando aquél, reformando una costumbre y desterrando otra, haciéndose cada uno de los tres un nuevo legislador, un Licurgo moderno o un Solón flamante; y de tal manera renovaron la república, que no pareció sino que la habían puesto en una fragua, y sacado otra de la que pusieron; y habló don Quijote con tanta discreción en todas las materias que se tocaron, que los dos esaminadores creyeron indubitadamente que estaba del todo bueno y en su entero juicio.
Halláronse presentes a la plática la sobrina y ama, y no se hartaban de dar gracias a Dios de ver a su señor con tan buen entendimiento; pero el cura, mudando el propósito primero, que era de no tocarle en cosa de caballerías, quiso hacer de todo en todo esperiencia si la sanidad de don Quijote era falsa o verdadera, y así, de lance en lance, vino a contar algunas nuevas que habían venido de la corte; y, entre otras, dijo que se tenía por cierto que el Turco bajaba con una poderosa armada, y que no se sabía su designio, ni adónde había de descargar tan gran nublado; y, con este temor, con que casi cada año nos toca arma, estaba puesta en ella toda la cristiandad, y Su Majestad había hecho proveer las costas de Nápoles y Sicilia y la isla de Malta. A esto respondió don Quijote:
–Su Majestad ha hecho como prudentísimo guerrero en proveer sus estados con tiempo, porque no le halle desapercebido el enemigo; pero si se tomara mi consejo, aconsejárale yo que usara de una prevención, de la cual Su Majestad la hora de agora debe estar muy ajeno de pensar en ella.
Apenas oyó esto el cura, cuando dijo entre sí:
–¡Dios te tenga de su mano, pobre don Quijote: que me parece que te despeñas de la alta cumbre de tu locura hasta el profundo abismo de tu simplicidad!
Mas el barbero, que ya había dado en el mesmo pensamiento que el cura, preguntó a don Quijote cuál era la advertencia de la prevención que decía era bien se hiciese; quizá podría ser tal, que se pusiese en la lista de los muchos advertimientos impertinentes que se suelen dar a los príncipes.
–El mío, señor rapador –dijo don Quijote–, no será impertinente, sino perteneciente.
–No lo digo por tanto –replicó el barbero–, sino porque tiene mostrado la esperiencia que todos o los más arbitrios que se dan a Su Majestad, o son imposibles, o disparatados, o en daño del rey o del reino.
–Pues el mío –respondió don Quijote– ni es imposible ni disparatado, sino el más fácil, el más justo y el más mañero y breve que puede caber en pensamiento de arbitrante alguno.
–Ya tarda en decirle vuestra merced, señor don Quijote –dijo el cura.
–No querría –dijo don Quijote– que le dijese yo aquí agora, y amaneciese mañana en los oídos de los señores consejeros, y se llevase otro las gracias y el premio de mi trabajo.
–Por mí –dijo el barbero–, doy la palabra, para aquí y para delante de Dios, de no decir lo que vuestra merced dijere a rey ni a roque, ni a hombre terrenal, juramento que aprendí del romance del cura que en el prefacio avisó al rey del ladrón que le había robado las cien doblas y la su mula la andariega.
–No sé historias –dijo don Quijote–, pero sé que es bueno ese juramento, en fee de que sé que es hombre de bien el señor barbero.
–Cuando no lo fuera –dijo el cura–, yo le abono y salgo por él, que en este caso no hablará más que un mudo, so pena de pagar lo juzgado y sentenciado.
–Y a vuestra merced, ¿quién le fía, señor cura? –dijo don Quijote.
–Mi profesión –respondió el cura–, que es de guardar secreto.
– ¡Cuerpo de tal! –dijo a esta sazón don Quijote–. ¿Hay más, sino mandar Su Majestad por público pregón que se junten en la corte para un día señalado todos los caballeros andantes que vagan por España; que, aunque no viniesen sino media docena, tal podría venir entre ellos, que solo bastase a destruir toda la potestad del Turco? Esténme vuestras mercedes atentos, y vayan conmigo. ¿Por ventura es cosa nueva deshacer un solo caballero andante un ejército de docientos mil hombres, como si todos juntos tuvieran una sola garganta, o fueran hechos de alfenique? Si no, díganme: ¿cuántas historias están llenas destas maravillas? ¡Había, en hora mala para mí, que no quiero decir para otro, de vivir hoy el famoso don Belianís, o alguno de los del inumerable linaje de Amadís de Gaula; que si alguno déstos hoy viviera y con el Turco se afrontara, a fee que no le arrendara la ganancia! Pero Dios mirará por su pueblo, y deparará alguno que, si no tan bravo como los pasados andantes caballeros, a lo menos no les será inferior en el ánimo; y Dios me entiende, y no digo más.
– ¡Ay! –dijo a este punto la sobrina–; ¡que me maten si no quiere mi señor volver a ser caballero andante!
A lo que dijo don Quijote:
–Caballero andante he de morir, y baje o suba el Turco cuando él quisiere y cuan poderosamente pudiere; que otra vez digo que Dios me entiende.
A esta sazón dijo el barbero:
–Suplico a vuestras mercedes que se me dé licencia para contar un cuento breve que sucedió en Sevilla, que, por venir aquí como de molde, me da gana de contarle.
Dio la licencia don Quijote, y el cura y los demás le prestaron atención, y él comenzó desta manera:
–«En la casa de los locos de Sevilla estaba un hombre a quien sus parientes habían puesto allí por falto de juicio. Era graduado en cánones por Osuna, pero, aunque lo fuera por Salamanca, según opinión de muchos, no dejara de ser loco. Este tal graduado, al cabo de algunos años de recogimiento, se dio a entender que estaba cuerdo y en su entero juicio, y con esta imaginación escribió al arzobispo, suplicándole encarecidamente y con muy concertadas razones le mandase sacar de aquella miseria en que vivía, pues por la misericordia de Dios había ya cobrado el juicio perdido; pero que sus parientes, por gozar de la parte de su hacienda, le tenían allí, y, a pesar de la verdad, querían que fuese loco hasta la muerte.
»El arzobispo, persuadido de muchos billetes concertados y discretos, mandó a un capellán suyo se informase del retor de la casa si era verdad lo que aquel licenciado le escribía, y que asimesmo hablase con el loco, y que si le pareciese que tenía juicio, le sacase y pusiese en libertad. Hízolo así el capellán, y el retor le dijo que aquel hombre aún se estaba loco: que, puesto que hablaba muchas veces como persona de grande entendimiento, al cabo disparaba con tantas necedades, que en muchas y en grandes igualaban a sus primeras discreciones, como se podía hacer la esperiencia hablándole. Quiso hacerla el capellán, y, poniéndole con el loco, habló con él una hora y más, y en todo aquel tiempo jamás el loco dijo razón torcida ni disparatada; antes, habló tan atentadamente, que el capellán fue forzado a creer que el loco estaba cuerdo; y entre otras cosas que el loco le dijo fue que el retor le tenía ojeriza, por no perder los regalos que sus parientes le hacían porque dijese que aún estaba loco, y con lúcidos intervalos; y que el mayor contrario que en su desgracia tenía era su mucha hacienda, pues, por gozar della sus enemigos, ponían dolo y dudaban de la merced que Nuestro Señor le había hecho en volverle de bestia en hombre. Finalmente, él habló de manera que hizo sospechoso al retor, codiciosos y desalmados a sus parientes, y a él tan discreto que el capellán se determinó a llevársele consigo a que el arzobispo le viese y tocase con la mano la verdad de aquel negocio.
»Con esta buena fee, el buen capellán pidió al retor mandase dar los vestidos con que allí había entrado el licenciado; volvió a decir el retor que mirase lo que hacía, porque, sin duda alguna, el licenciado aún se estaba loco. No sirvieron de nada para con el capellán las prevenciones y advertimientos del retor para que dejase de llevarle; obedeció el retor, viendo ser orden del arzobispo; pusieron al licenciado sus vestidos, que eran nuevos y decentes, y, como él se vio vestido de cuerdo y desnudo de loco, suplicó al capellán que por caridad le diese licencia para ir a despedirse de sus compañeros los locos. El capellán dijo que él le quería acompañar y ver los locos que en la casa había. Subieron, en efeto, y con ellos algunos que se hallaron presentes; y, llegado el licenciado a una jaula adonde estaba un loco furioso, aunque entonces sosegado y quieto, le dijo: ‘‘Hermano mío, mire si me manda algo, que me voy a mi casa; que ya Dios ha sido servido, por su infinita bondad y misericordia, sin yo merecerlo, de volverme mi juicio: ya estoy sano y cuerdo; que acerca del poder de Dios ninguna cosa es imposible. Tenga grande esperanza y confianza en Él, que, pues a mí me ha vuelto a mi primero estado, también le volverá a él si en Él confía. Yo tendré cuidado de enviarle algunos regalos que coma, y cómalos en todo caso, que le hago saber que imagino, como quien ha pasado por ello, que todas nuestras locuras proceden de tener los estómagos vacíos y los celebros llenos de aire. Esfuércese, esfuércese, que el descaecimiento en los infortunios apoca la salud y acarrea la muerte’’.
»Todas estas razones del licenciado escuchó otro loco que estaba en otra jaula, frontero de la del furioso, y, levantándose de una estera vieja donde estaba echado y desnudo en cueros, preguntó a grandes voces quién era el que se iba sano y cuerdo. El licenciado respondió: ‘‘Yo soy, hermano, el que me voy; que ya no tengo necesidad de estar más aquí, por lo que doy infinitas gracias a los cielos, que tan grande merced me han hecho’’. ‘‘Mirad lo que decís, licenciado, no os engañe el diablo –replicó el loco–; sosegad el pie, y estaos quedito en vuestra casa, y ahorraréis la vuelta’’. ‘‘Yo sé que estoy bueno –replicó el licenciado–, y no habrá para qué tornar a andar estaciones’’. ‘‘¿Vos bueno? –dijo el loco–: agora bien, ello dirá; andad con Dios, pero yo os voto a Júpiter, cuya majestad yo represento en la tierra, que por solo este pecado que hoy comete Sevilla, en sacaros desta casa y en teneros por cuerdo, tengo de hacer un tal castigo en ella, que quede memoria dél por todos los siglos del los siglos, amén. ¿No sabes tú, licenciadillo menguado, que lo podré hacer, pues, como digo, soy Júpiter Tonante, que tengo en mis manos los rayos abrasadores con que puedo y suelo amenazar y destruir el mundo? Pero con sola una cosa quiero castigar a este ignorante pueblo, y es con no llover en él ni en todo su distrito y contorno por tres enteros años, que se han de contar desde el día y punto en que ha sido hecha esta amenaza en adelante. ¿Tú libre, tú sano, tú cuerdo, y yo loco, y yo enfermo, y yo atado...? Así pienso llover como pensar ahorcarme’’.
»A las voces y a las razones del loco estuvieron los circustantes atentos, pero nuestro licenciado, volviéndose a nuestro capellán y asiéndole de las manos, le dijo: ‘‘No tenga vuestra merced pena, señor mío, ni haga caso de lo que este loco ha dicho, que si él es Júpiter y no quisiere llover, yo, que soy Neptuno, el padre y el dios de las aguas, lloveré todas las veces que se me antojare y fuere menester’’. A lo que respondió el capellán: ‘‘Con todo eso, señor Neptuno, no será bien enojar al señor Júpiter: vuestra merced se quede en su casa, que otro día, cuando haya más comodidad y más espacio, volveremos por vuestra merced’’. Rióse el retor y los presentes, por cuya risa se medio corrió el capellán; desnudaron al licenciado, quedóse en casa y acabóse el cuento.»
–Pues, ¿éste es el cuento, señor barbero –dijo don Quijote–, que, por venir aquí como de molde, no podía dejar de contarle? ¡Ah, señor rapista, señor rapista, y cuán ciego es aquel que no vee por tela de cedazo! Y ¿es posible que vuestra merced no sabe que las comparaciones que se hacen de ingenio a ingenio, de valor a valor, de hermosura a hermosura y de linaje a linaje son siempre odiosas y mal recebidas? Yo, señor barbero, no soy Neptuno, el dios de las aguas, ni procuro que nadie me tenga por discreto no lo siendo; sólo me fatigo por dar a entender al mundo en el error en que está en no renovar en sí el felicísimo tiempo donde campeaba la orden de la andante caballería. Pero no es merecedora la depravada edad nuestra de gozar tanto bien como el que gozaron las edades donde los andantes caballeros tomaron a su cargo y echaron sobre sus espaldas la defensa de los reinos, el amparo de las doncellas, el socorro de los huérfanos y pupilos, el castigo de los soberbios y el premio de los humildes. Los más de los caballeros que agora se usan, antes les crujen los damascos, los brocados y otras ricas telas de que se visten, que la malla con que se arman; ya no hay caballero que duerma en los campos, sujeto al rigor del cielo, armado de todas armas desde los pies a la cabeza; y ya no hay quien, sin sacar los pies de los estribos, arrimado a su lanza, sólo procure descabezar, como dicen, el sueño, como lo hacían los caballeros andantes. Ya no hay ninguno que, saliendo deste bosque, entre en aquella montaña, y de allí pise una estéril y desierta playa del mar, las más veces proceloso y alterado, y, hallando en ella y en su orilla un pequeño batel sin remos, vela, mástil ni jarcia alguna, con intrépido corazón se arroje en él, entregándose a las implacables olas del mar profundo, que ya le suben al cielo y ya le bajan al abismo; y él, puesto el pecho a la incontrastable borrasca, cuando menos se cata, se halla tres mil y más leguas distante del lugar donde se embarcó, y, saltando en tierra remota y no conocida, le suceden cosas dignas de estar escritas, no en pergaminos, sino en bronces. Mas agora, ya triunfa la pereza de la diligencia, la ociosidad del trabajo, el vicio de la virtud, la arrogancia de la valentía y la teórica de la práctica de las armas, que sólo vivieron y resplandecieron en las edades del oro y en los andantes caballeros. Si no, díganme: ¿quién más honesto y más valiente que el famoso Amadís de Gaula?; ¿quién más discreto que Palmerín de Inglaterra?; ¿quién más acomodado y manual que Tirante el Blanco?; ¿quién más galán que Lisuarte de Grecia?; ¿quién más acuchillado ni acuchillador que don Belianís?; ¿quién más intrépido que Perión de Gaula, o quién más acometedor de peligros que Felixmarte de Hircania, o quién más sincero que Esplandián?; ¿quién mas arrojado que don Cirongilio de Tracia?; ¿quién más bravo que Rodamonte?; ¿quién más prudente que el rey Sobrino?; ¿quién más atrevido que Reinaldos?; ¿quién más invencible que Roldán?; y ¿quién más gallardo y más cortés que Rugero, de quien decienden hoy los duques de Ferrara, según Turpín en su Cosmografía? Todos estos caballeros, y otros muchos que pudiera decir, señor cura, fueron caballeros andantes, luz y gloria de la caballería. Déstos, o tales como éstos, quisiera yo que fueran los de mi arbitrio, que, a serlo, Su Majestad se hallara bien servido y ahorrara de mucho gasto, y el Turco se quedara pelando las barbas, y con esto, no quiero quedar en mi casa, pues no me saca el capellán della; y si su Júpiter, co-mo ha dicho el barbero, no lloviere, aquí estoy yo, que lloveré cuando se me antojare. Digo esto porque sepa el señor Bacía que le entiendo.
–En verdad, señor don Quijote –dijo el barbero–, que no lo dije por tanto, y así me ayude Dios como fue buena mi intención, y que no debe vuestra merced sentirse.
–Si puedo sentirme o no –respondió don Quijote–, yo me lo sé.
A esto dijo el cura:
–Aun bien que yo casi no he hablado palabra hasta ahora, y no quisiera quedar con un escrúpulo que me roe y escarba la conciencia, nacido de lo que aquí el señor don Quijote ha dicho.
–Para otras cosas más –respondió don Quijote– tiene licencia el señor cura; y así, puede decir su escrúpulo, porque no es de gusto andar con la conciencia escrupulosa.
–Pues con ese beneplácito –respondió el cura–, digo que mi escrúpulo es que no me puedo persuadir en ninguna manera a que toda la caterva de caballeros andantes que vuestra merced, señor don Quijote, ha referido, hayan sido real y verdaderamente personas de carne y hueso en el mundo; antes, imagino que todo es ficción, fábula y mentira, y sueños contados por hombres despiertos, o, por mejor decir, medio dormidos.
–Ése es otro error –respondió don Quijote– en que han caído muchos, que no creen que haya habido tales caballe[r]os en el mundo; y yo muchas veces, con diversas gentes y ocasiones, he procurado sacar a la luz de la verdad este casi común engaño; pero algunas veces no he salido con mi intención, y otras sí, sustentándola sobre los hombros de la verdad; la cual verdad es tan cierta, que estoy por decir que con mis propios ojos vi a Amadís de Gaula, que era un hombre alto de cuerpo, blanco de rostro, bien puesto de barba, aunque negra, de vista entre blanda y rigurosa, corto de razones, tardo en airarse y presto en deponer la ira; y del modo que he delineado a Amadís pudiera, a mi parecer, pintar y descubrir todos cuantos caballeros andantes andan en las historias en el orbe, que, por la aprehensión que tengo de que fueron como sus historias cuentan, y por las hazañas que hicieron y condiciones que tuvieron, se pueden sacar por buena filosofía sus faciones, sus colores y estaturas.
– ¿Que tan grande le parece a vuestra merced, mi señor don Quijote –preguntó el barbero–, debía de ser el gigante Morgante?
–En esto de gigantes –respondió don Quijote– hay diferentes opiniones, si los ha habido o no en el mundo; pero la Santa Escritura, que no puede faltar un átomo en la verdad, nos muestra que los hubo, contándonos la historia de aquel filisteazo de Golías, que tenía siete codos y medio de altura, que es una desmesurada grandeza. También en la isla de Sicilia se han hallado canillas y espaldas tan grandes, que su grandeza manifiesta que fueron gigantes sus dueños, y tan grandes como grandes torres; que la geometría saca esta verdad de duda. Pero, con todo esto, no sabré decir con certidumbre qué tamaño tuviese Morgante, aunque imagino que no debió de ser muy alto; y muéveme a ser deste parecer hallar en la historia donde se hace mención particular de sus hazañas que muchas veces dormía debajo de techado; y, pues hallaba casa donde cupiese, claro está que no era desmesurada su grandeza.
–Así es –dijo el cura.
El cual, gustando de oírle decir tan grandes disparates, le preguntó que qué sentía acerca de los rostros de Reinaldos de Montalbán y de don Roldán, y de los demás Doce Pares de Francia, pues todos habían sido caballeros andantes.
–De Reinaldos –respondió don Quijote– me atrevo a decir que era ancho de rostro, de color bermejo, los ojos bailadores y algo saltados, puntoso y colérico en demasía, amigo de ladrones y de gente perdida. De Roldán, o Rotolando, o Orlando, que con todos estos nombres le nombran las historias, soy de parecer y me afirmo que fue de mediana estatura, ancho de espaldas, algo estevado, moreno de rostro y barbitaheño, velloso en el cuerpo y de vista amenazadora; corto de razones, pero muy comedido y bien criado.
–Si no fue Roldán más gentilhombre que vuestra merced ha dicho –replicó el cura–, no fue maravilla que la señora Angélica la Bella le desdeñase y dejase por la gala, brío y donaire que debía de tener el morillo barbiponiente a quien ella se entregó; y anduvo discreta de adamar antes la blandura de Medoro que la aspereza de Roldán.
–Esa Angélica –respondió don Quijote–, señor cura, fue una doncella destraída, andariega y algo antojadiza, y tan lleno dejó el mundo de sus impertinencias como de la fama de su hermosura: despreció mil señores, mil valientes y mil discretos, y contentóse con un pajecillo barbilucio, sin otra hacienda ni nombre que el que le pudo dar de agradecido la amistad que guardó a su amigo. El gran cantor de su belleza, el famoso Ariosto, por no atreverse, o por no querer cantar lo que a esta señora le sucedió después de su ruin entrego, que no debieron ser cosas demasiadamente honestas, la dejó donde dijo:
Y como del Catay recibió el cetro,
quizá otro cantará con mejor plectro.
Y, sin duda, que esto fue como profecía; que los poetas también se llaman vates, que quiere decir adivinos. Véese esta verdad clara, porque, después acá, un famoso poeta andaluz lloró y cantó sus lágrimas, y otro famoso y único poeta castellano cantó su hermosura.
–Dígame, señor don Quijote –dijo a esta sazón el barbero–, ¿no ha habido algún poeta que haya hecho alguna sátira a esa señora Angélica, entre tantos como la han alabado?
–Bien creo yo –respondió don Quijote– que si Sacripante o Roldán fueran poetas, que ya me hubieran jabonado a la doncella; porque es propio y natural de los poetas desdeñados y no admitidos de sus damas fingidas –o fingidas, en efeto, de aquéllos a quien ellos escogieron por señoras de sus pensamientos–, vengarse con sátiras y libelos (ven-ganza, por cierto, indigna de pechos generosos), pero hasta agora no ha llegado a mi noticia ningún verso infamatorio contra la señora Angélica, que trujo revuelto el mundo.
– ¡Milagro! –dijo el cura.
Y, en esto, oyeron que la ama y la sobrina, que ya habían dejado la conversación, daban grandes voces en el patio, y acudieron todos al ruido.

Capítulo Quinto
De la discreta y graciosa plática que pasó entre Sancho Panza y su mujer Teresa Panza, y otros sucesos dignos de felice recordación
(Llegando a escribir el traductor desta historia este quinto capítulo, dice que le tiene por apócrifo, porque en él habla Sancho Panza con otro estilo del que se podía prometer de su corto ingenio, y dice cosas tan sutiles, que no tiene por posible que él las supiese; pero que no quiso dejar de traducirlo, por cumplir con lo que a su oficio debía; y así, prosiguió diciendo:)
Llegó Sancho a su casa tan regocijado y alegre, que su mujer conoció su alegría a tiro de ballesta; tanto, que la obligó a preguntarle:
–¿Qué traés, Sancho amigo, que tan alegre venís?
A lo que él respondió:
–Mujer mía, si Dios quisiera, bien me holgara yo de no estar tan contento como muestro.
–No os entiendo, marido –replicó ella–, y no sé qué queréis decir en eso de que os holgáredes, si Dios quisiera, de no estar contento; que, maguer tonta, no sé yo quién recibe gusto de no tenerle.
–Mirad, Teresa –respondió Sancho–: yo estoy alegre porque tengo determinado de volver a servir a mi amo don Quijote, el cual quiere la vez tercera salir a buscar las aventuras; y yo vuelvo a salir con él, porque lo quiere así mi necesidad, junto con la esperanza, que me alegra, de pensar si podré hallar otros cien escudos como los ya gastados, puesto que me entristece el haberme de apartar de ti y de mis hijos; y si Dios quisiera darme de comer a pie enjuto y en mi casa, sin traerme por vericuetos y encrucijadas, pues lo podía hacer a poca costa y no más de quererlo, claro está que mi alegría fuera más firme y valedera, pues que la que tengo va mezclada con la tristeza del dejarte; así que, dije bien que holgara, si Dios quisiera, de no estar contento.
–Mirad, Sancho –replicó Teresa–: después que os hicistes miembro de caballero andante habláis de tan rodeada manera, que no hay quien os entienda.
–Basta que me entienda Dios, mujer –respondió Sancho–, que Él es el entendedor de todas las cosas, y quédese esto aquí; y advertid, hermana, que os conviene tener cuenta estos tres días con el rucio, de manera que esté para armas tomar: dobladle los piensos, requerid la albarda y las demás jarcias, porque no vamos a bodas, sino a rodear el mundo, y a tener dares y tomares con gigantes, con endriagos y con vestiglos, y a oír silbos, rugidos, bramidos y baladros; y aun todo esto fuera flores de cantueso si no tuviéramos que entender con yangüeses y con moros encantados.
–Bien creo yo, marido –replicó Teresa–, que los escuderos andantes no comen el pan de balde; y así, quedaré rogando a Nuestro Señor os saque presto de tanta mala ventura.
–Yo os digo, mujer –respondió Sancho–, que si no pensase antes de mucho tiempo verme gobernador de una ínsula, aquí me caería muerto.
–Eso no, marido mío –dijo Teresa–: viva la gallina, aunque sea con su pepita; vivid vos, y llévese el diablo cuantos gobiernos hay en el mundo; sin gobierno salistes del vientre de vuestra madre, sin gobierno habéis vivido hasta ahora, y sin gobierno os iréis, o os llevarán, a la sepultura cuando Dios fuere servido. Como ésos hay en el mundo que viven sin gobierno, y no por eso dejan de vivir y de ser contados en el número de las gentes. La mejor salsa del mundo es la hambre; y como ésta no falta a los pobres, siempre comen con gusto. Pero mirad, Sancho: si por ventura os viéredes con algún gobierno, no os olvidéis de mí y de vuestros hijos. Advertid que Sanchico tiene ya quince años cabales, y es razón que vaya a la escuela, si es que su tío el abad le ha de dejar hecho de la Iglesia. Mirad también que Mari Sancha, vuestra hija, no se morirá si la casamos; que me va dando barruntos que desea tanto tener marido como vos deseáis veros con gobierno; y, en fin en fin, mejor parece la hija mal casada que bien abarraganada.
–A buena fe –respondió Sancho– que si Dios me llega a tener algo qué de gobierno, que tengo de casar, mujer mía, a Mari Sancha tan altamente que no la alcancen sino con llamarla señora.
–Eso no, Sancho –respondió Teresa–: casadla con su igual, que es lo más acertado; que si de los zuecos la sacáis a chapines, y de saya parda de catorceno a verdugado y saboyanas de seda, y de una Marica y un tú a una doña tal y señoría, no se ha de hallar la mochacha, y a cada paso ha de caer en mil faltas, descubriendo la hilaza de su tela basta y grosera.
–Calla, boba –dijo Sancho–, que todo será usarlo dos o tres años; que después le vendrá el señorío y la gravedad como de molde; y cuando no, ¿qué importa? Séase ella señoría, y venga lo que viniere.
–Medíos, Sancho, con vuestro estado –respondió Teresa–; no os queráis alzar a mayores, y advertid al refrán que dice: "Al hijo de tu vecino, límpiale las narices y métele en tu casa". ¡Por cierto, que sería gentil cosa casar a nuestra María con un condazo, o con caballerote que, cuando se le antojase, la pusiese como nueva, llamándola de villana, hija del destripaterrones y de la pela[r]ruecas! ¡No en mis días, marido! ¡Para eso, por cierto, he criado yo a mi hija! Traed vos dineros, Sancho, y el casarla dejadlo a mi cargo; que ahí está Lope Tocho, el hijo de Juan Tocho, mozo rollizo y sano, y que le conocemos, y sé que no mira de mal ojo a la mochacha; y con éste, que es nuestro igual, estará bien casada, y le tendremos siempre a nuestros ojos, y seremos todos unos, padres y hijos, nietos y yernos, y andará la paz y la bendición de Dios entre todos nosotros; y no casármela vos ahora en esas cortes y en esos palacios grandes, adonde ni a ella la entiendan, ni ella se entienda.
–Ven acá, bestia y mujer de Barrabás –replicó Sancho–: ¿por qué quieres tú ahora, sin qué ni para qué, estorbarme que no case a mi hija con quien me dé nietos que se llamen señoría? Mira, Teresa: siempre he oído decir a mis mayores que el que no sabe gozar de la ventura cuando le viene, que no se debe quejar si se le pasa. Y no sería bien que ahora, que está llamando a nuestra puerta, se la cerremos; dejémonos llevar deste viento favorable que nos sopla.
(Por este modo de hablar, y por lo que más abajo dice Sancho, dijo el tradutor desta historia que tenía por apócrifo este capítulo.)
–¿No te parece, animalia –prosiguió Sancho–, que será bien dar con mi cuerpo en algún gobierno provechoso que nos saque el pie del lodo? Y cásese a Mari Sancha con quien yo quisiere, y verás cómo te llaman a ti doña Teresa Panza, y te sientas en la iglesia sobre alcatifa, almohadas y arambeles, a pesar y despecho de las hidalgas del pueblo. ¡No, sino estaos siempre en un ser, sin crecer ni menguar, como figura de paramento! Y en esto no hablemos más, que Sanchica ha de ser condesa, aunque tú más me digas.
–¿Veis cuanto decís, marido? –respondió Teresa–. Pues, con todo eso, temo que este condado de mi hija ha de ser su perdición. Vos haced lo que quisiéredes, ora la hagáis duquesa o princesa, pero séos decir que no será ello con voluntad ni consentimiento mío. Siempre, hermano, fui amiga de la igualdad, y no puedo ver entonos sin fundamentos. Teresa me pusieron en el bautismo, nombre mondo y escueto, sin añadiduras ni cortapisas, ni arrequives de dones ni donas; Cascajo se llamó mi padre, y a mí, por ser vuestra mujer, me llaman Teresa Panza, que a buena razón me habían de llamar Teresa Cascajo. Pero allá van reyes do quieren leyes, y con este nombre me contento, sin que me le pongan un don encima, que pese tanto que no le pueda llevar, y no quiero dar que decir a los que me vieren andar vestida a lo condesil o a lo de gobernadora, que luego dirán: ‘‘¡Mirad qué entonada va la pazpuerca!; ayer no se hartaba de estirar de un copo de estopa, y iba a misa cubierta la cabeza con la falda de la saya, en lugar de manto, y ya hoy va con verdugado, con broches y con entono, como si no la conociésemos’’. Si Dios me guarda mis siete, o mis cinco sentidos, o los que tengo, no pienso dar ocasión de verme en tal aprieto. Vos, hermano, idos a ser gobierno o ínsulo, y entonaos a vuestro gusto; que mi hija ni yo, por el siglo de mi madre, que no nos hemos de mudar un paso de nuestra aldea: la mujer honrada, la pierna quebrada, y en casa; y la doncella honesta, el hacer algo es su fiesta. Idos con vuestro don Quijote a vuestras aventuras, y dejadnos a nosotras con nuestras malas venturas, que Dios nos las mejorará como seamos buenas; y yo no sé, por cierto, quién le puso a él don, que no tuvieron sus padres ni sus agüelos.
–Ahora digo –replicó Sancho– que tienes algún familiar en ese cuerpo. ¡Válate Dios, la mujer, y qué de cosas has ensartado unas en otras, sin tener pies ni cabeza! ¿Qué tiene que ver el Cascajo, los broches, los refranes y el entono con lo que yo digo? Ven acá, mentecata e ignorante (que así te puedo llamar, pues no entiendes mis razones y vas huyendo de la dicha): si yo dijera que mi hija se arrojara de una torre abajo, o que se fuera por esos mundos, como se quiso ir la infanta doña Urraca, tenías razón de no venir con mi gusto; pero si en dos paletas, y en menos de un abrir y cerrar de ojos, te la chanto un don y una señoría a cuestas, y te la saco de los rastrojos, y te la pongo en toldo y en peana, y en un estrado de más almohadas de velludo que tuvieron moros en su linaje los Almohadas de Marruecos, ¿por qué no has de consentir y querer lo que yo quiero?
–¿Sabéis por qué, marido? –respondió Teresa–; por el refrán que dice: "¡Quien te cubre, te descubre!" Por el pobre todos pasan los ojos como de corrida, y en el rico los detienen; y si el tal rico fue un tiempo pobre, allí es el murmurar y el maldecir, y el peor perseverar de los maldicientes, que los hay por esas calles a montones, como enjambres de abejas.
–Mira, Teresa –respondió Sancho–, y escucha lo que agora quiero decirte; quizá no lo habrás oído en todos los días de tu vida, y yo agora no hablo de mío; que todo lo que pienso decir son sentencias del padre predicador que la Cuaresma pasada predicó en este pueblo, el cual, si mal no me acuerdo, dijo que todas las cosas presentes que los ojos están mirando se presentan, están y asisten en nuestra memoria mucho mejor y con más vehemencia que las cosas pasadas.
(Todas estas razones que aquí va diciendo Sancho son las segundas por quien dice el tradutor que tiene por apócrifo este capítulo, que exceden a la capacidad de Sancho. El cual prosiguió diciendo:)
–De donde nace que, cuando vemos alguna persona bien aderezada, y con ricos vestidos compuesta, y con pompa de criados, parece que por fuerza nos mueve y convida a que la tengamos respeto, puesto que la memoria en aquel instante nos represente alguna bajeza en que vimos a la tal persona; la cual inominia, ahora sea de pobreza o de linaje, como ya pasó, no es, y sólo es lo que vemos presente. Y si éste a quien la fortuna sacó del borrador de su bajeza (que por estas mesmas razones lo dijo el padre) a la alteza de su prosperidad, fuere bien criado, liberal y cortés con todos, y no se pusiere en cuentos con aquellos que por antigüedad son nobles, ten por cierto, Teresa, que no habrá quien se acuerde de lo que fue, sino que reverencien lo que es, si no fueren los invidiosos, de quien ninguna próspera fortuna está segura.
–Yo no os entiendo, marido –replicó Teresa–: haced lo que quisiéredes, y no me quebréis más la cabeza con vuestras arengas y retóricas. Y si estáis revuelto en hacer lo que decís...
–Resuelto has de decir, mujer –dijo Sancho–, y no revuelto.
–No os pongáis a disputar, marido, conmigo –respondió Teresa–. Yo hablo como Dios es servido, y no me meto en más dibujos; y digo que si estáis porfiando en tener gobierno, que llevéis con vos a vuestro hijo Sancho, para que desde agora le enseñéis a tener gobierno, que bien es que los hijos hereden y aprendan los oficios de sus padres.
–En teniendo gobierno –dijo Sancho–, enviaré por él por la posta, y te enviaré dineros, que no me faltarán, pues nunca falta quien se los preste a los gobernadores cuando no los tienen; y vístele de modo que disimule lo que es y parezca lo que ha de ser.
–Enviad vos dinero –dijo Teresa–, que yo os lo vistiré como un palmito.
–En efecto, quedamos de acuerdo –dijo Sancho– de que ha de ser condesa nuestra hija.
–El día que yo la viere condesa –respondió Teresa–, ése haré cuenta que la entierro, pero otra vez os digo que hagáis lo que os diere gusto, que con esta carga nacemos las mujeres, de estar obedientes a sus maridos, aunque sean unos porros.
Y, en esto, comenzó a llorar tan de veras como si ya viera muerta y enterrada a Sanchica. Sancho la consoló diciéndole que, ya que la hubiese de hacer condesa, la haría todo lo más tarde que ser pudiese. Con esto se acabó su plática, y Sancho volvió a ver a don Quijote para dar orden en su partida.

Capítulo Sexto
De lo que le pasó a Don Quijote con su sobrina y con su ama, y es uno de los importantes capítulos de toda la historia
En tanto que Sancho Panza y su mujer Teresa Cascajo pasaron la impertinente referida plática, no estaban ociosas la sobrina y el ama de don Quijote, que por mil señales iban coligiendo que su tío y señor quería desgarrarse la vez tercera, y volver al ejercicio de su, para ellas, mal andante caballería: procuraban por todas las vías posibles aparta[r]le de tan mal pensamiento, pero todo era predicar en desierto y majar en hierro frío. Con todo esto, entre otras muchas razones que con él pasaron, le dijo el ama:
–En verdad, señor mío, que si vuesa merced no afirma el pie llano y se está quedo en su casa, y se deja de andar por los montes y por los valles como ánima en pena, buscando esas que dicen que se llaman aventuras, a quien yo llamo desdichas, que me tengo de quejar en voz y en grita a Dios y al rey, que pongan remedio en ello.
A lo que respondió don Quijote:
–Ama, lo que Dios responderá a tus quejas yo no lo sé, ni lo que ha de responder Su Majestad tampoco, y sólo sé que si yo fuera rey, me escusara de responder a tanta infinidad de memoriales impertinentes como cada día le dan; que uno de los mayores trabajos que los reyes tienen, entre otros muchos, es el estar obligados a escuchar a todos y a responder a todos; y así, no querría yo que cosas mías le diesen pesadumbre.
A lo que dijo el ama:
–Díganos, señor: en la corte de Su Majestad, ¿no hay caballeros?
–Sí –respondió don Quijote–, y muchos; y es razón que los haya, para adorno de la grandeza de los príncipes y para ostentación de la majestad real.
–Pues, ¿no sería vuesa merced –replicó ella– uno de los que a pie quedo sirviesen a su rey y señor, estándose en la corte?
–Mira, amiga –respondió don Quijote–: no todos los caballeros pueden ser cortesanos, ni todos los cortesanos pueden ni deben ser caballeros andantes: de todos ha de haber en el mundo; y, aunque todos seamos caballeros, va mucha diferencia de los unos a los otros; porque los cortesanos, sin salir de sus aposentos ni de los umbrales de la corte, se pasean por todo el mundo, mirando un mapa, sin costarles blanca, ni padecer calor ni frío, hambre ni sed; pero nosotros, los caballeros andantes verdaderos, al sol, al frío, al aire, a las inclemencias del cielo, de noche y de día, a pie y a caballo, medimos toda la tierra con nuestros mismos pies; y no solamente conocemos los enemigos pintados, sino en su mismo ser, y en todo trance y en toda ocasión los acometemos, sin mirar en niñerías, ni en las leyes de los desafíos; si lleva, o no lleva, más corta la lanza, o la espada; si trae sobre sí reliquias, o algún engaño encubierto; si se ha de partir y hacer tajadas el sol, o no, con otras ceremonias deste jaez, que se usan en los desafíos particulares de persona a persona, que tú no sabes y yo sí. Y has de saber más: que el buen caballero andante, aunque vea diez gigantes que con las cabezas no sólo tocan, sino pasan las nubes, y que a cada uno le sirven de piernas dos grandísimas torres, y que los brazos semejan árboles de gruesos y poderosos navíos, y cada ojo como una gran rueda de molino y más ardiendo que un horno de vidrio, no le han de espantar en manera alguna; antes con gentil continente y con intrépido corazón los ha de acometer y embestir, y, si fuere posible, vencerlos y desbaratarlos en un pequeño instante, aunque viniesen armados de unas conchas de un cierto pescado que dicen que son más duras que si fuesen de diamantes, y en lugar de espadas trujesen cuchillos tajantes de damasquino acero, o porras ferradas con puntas asimismo de acero, como yo las he visto más de dos veces. Todo esto he dicho, ama mía, porque veas la diferencia que hay de unos caballeros a otros; y sería razón que no hubiese príncipe que no estimase en más esta segunda, o, por mejor decir, primera especie de caballeros andantes, que, según leemos en sus historias, tal ha habido entre ellos que ha sido la salud no sólo de un reino, sino de muchos.
–¡Ah, señor mío! –dijo a esta sazón la sobrina–; advierta vuestra merced que todo eso que dice de los caballeros andantes es fábula y mentira, y sus historias, ya que no las quemasen, merecían que a cada una se le echase un sambenito, o alguna señal en que fuese conocida por infame y por gastadora de las buenas costumbres.
–Por el Dios que me sustenta –dijo don Quijote–, que si no fueras mi sobrina derechamente, como hija de mi misma hermana, que había de hacer un tal castigo en ti, por la blasfemia que has dicho, que sonara por todo el mundo. ¿Cómo que es posible que una rapaza que apenas sabe menear doce palillos de randas se atreva a poner lengua y a censurar las historias de los caballeros andantes? ¿Qué dijera el señor Amadís si lo tal oyera? Pero a buen seguro que él te perdonara, porque fue el más humilde y cortés caballero de su tiempo, y, demás, grande amparador de las doncellas; mas, tal te pudiera haber oído que no te fuera bien dello, que no todos son corteses ni bien mirados: algunos hay follones y descomedidos. Ni todos los que se llaman caballeros lo son de todo en todo: que unos son de oro, otros de alquimia, y todos parecen caballeros, pero no todos pueden estar al toque de la piedra de la verdad. Hombres bajos hay que revientan por parecer caballeros, y caballeros altos hay que parece que aposta mueren por parecer hombres bajos; aquéllos se llevantan o con la ambición o con la virtud, éstos se abajan o con la flojedad o con el vicio; y es menester aprovecharnos del conocimiento discreto para distinguir estas dos maneras de caballeros, tan parecidos en los nombres y tan distantes en las acciones.
–¡Válame Dios! –dijo la sobrina–. ¡Que sepa vuestra merced tanto, señor tío, que, si fuese menester en una necesidad, podría subir en un púlpito e irse a predicar por esas calles, y que, con todo esto, dé en una ceguera tan grande y en una sandez tan conocida, que se dé a entender que es valiente, siendo viejo, que tiene fuerzas, estando enfermo, y que endereza tuertos, estando por la edad agobiado, y, sobre todo, que es caballero, no lo siendo; porque, aunque lo puedan ser los hidalgos, no lo son los pobres!
–Tienes mucha razón, sobrina, en lo que dices –respondió don Quijote–, y cosas te pudiera yo decir cerca de los linajes, que te admiraran; pero, por no mezclar lo divino con lo humano, no las digo. Mirad, amigas: a cuatro suertes de linajes, y estadme atentas, se pueden reducir todos los que hay en el mundo, que son éstas: unos, que tuvieron principios humildes, y se fueron estendiendo y dilatando hasta llegar a una suma grandeza; otros, que tuvieron principios grandes, y los fueron conservando y los conservan y mantienen en el ser que comenzaron; otros, que, aunque tuvieron principios grandes, acabaron en punta, como pirámide, habiendo diminuido y aniquilado su principio hasta parar en nonada, como lo es la punta de la pirámide, que respeto de su basa o asiento no es nada; otros hay, y éstos son los más, que ni tuvieron principio bueno ni razonable medio, y así tendrán el fin, sin nombre, como el linaje de la gente plebeya y ordinaria. De los primeros, que tuvieron principio humilde y subieron a la grandeza que agora conservan, te sirva de ejemplo la Casa Otomana, que, de un humilde y bajo pastor que le dio principio, está en la cumbre que le vemos. Del segundo linaje, que tuvo principio en grandeza y la conserva sin aumentarla, serán ejemplo muchos príncipes que por herencia lo son, y se conservan en ella, sin aumentarla ni diminuirla, conteniéndose en los límites de sus estados pacíficamente. De los que comenzaron grandes y acabaron en punta hay millares de ejemplos, porque todos los Faraones y Tolomeos de Egipto, los Césares de Roma, con toda la caterva, si es que se le puede dar este nombre, de infinitos príncipes, monarcas, señores, medos, asirios, persas, griegos y bárbaros, todos estos linajes y señoríos han acabado en punta y en nonada, así ellos como los que les dieron principio, pues no será posible hallar agora ninguno de sus decendientes, y si le hallásemos, sería en bajo y humilde estado. Del linaje plebeyo no tengo qué decir, sino que sirve sólo de acrecentar el número de los que viven, sin que merezcan otra fama ni otro elogio sus grandezas. De todo lo dicho quiero que infiráis, bobas mías, que es grande la confusión que hay entre los linajes, y que solos aquéllos parecen grandes y ilustres que lo muestran en la virtud, y en la riqueza y liberalidad de sus dueños. Dije virtudes, riquezas y liberalidades, porque el grande que fuere vicioso será vicioso grande, y el rico no liberal será un avaro mendigo; que al poseedor de las riquezas no le hace dichoso el tenerlas, sino el gastarlas, y no el gastarlas comoquiera, sino el saberlas bien gastar. Al caballero pobre no le queda otro camino para mostrar que es caballero sino el de la virtud, siendo afable, bien criado, cortés y comedido, y oficioso; no soberbio, no arrogante, no murmurador, y, sobre todo, caritativo; que con dos maravedís que con ánimo alegre dé al pobre se mostrará tan liberal como el que a campana herida da limosna, y no habrá quien le vea adornado de las referidas virtudes que, aunque no le conozca, deje de juzgarle y tenerle por de buena casta, y el no serlo sería milagro; y siempre la alabanza fue premio de la virtud, y los virtuosos no pueden dejar de ser alabados. Dos caminos hay, hijas, por donde pueden ir los hombres a llegar a ser ricos y honrados: el uno es el de las letras; otro, el de las armas. Yo tengo más armas que letras, y nací, según me inclino a las armas, debajo de la influencia del planeta Marte; así que, casi me es forzoso seguir por su camino, y por él tengo de ir a pesar de todo el mundo, y será en balde cansaros en persuadirme a que no quiera yo lo que los cielos quieren, la fortuna ordena y la razón pide, y, sobre todo, mi voluntad desea. Pues con saber, como sé, los innumerables trabajos que son anejos al andante caballería, sé también los infinitos bienes que se alcanzan con ella; y sé que la senda de la virtud es muy estrecha, y el camino del vicio, ancho y espacioso; y sé que sus fines y paraderos son diferentes, porque el del vicio, dilatado y espacioso, acaba en la muerte, y el de la virtud, angosto y trabajoso, acaba en vida, y no en vida que se acaba, sino en la que no tendrá fin; y sé, como dice el gran poeta castellano nuestro, que
Por estas asperezas se camina
de la inmortalidad al alto asiento,
do nunca arriba quien de allí declina.
–¡Ay, desdichada de mí –dijo la sobrina–, que también mi señor es poeta!. Todo lo sabe, todo lo alcanza: yo apostaré que si quisiera ser albañil, que supiera fabricar una casa como una jaula.
Yo te prometo, sobrina –respondió don Quijote–, que si estos pensamientos caballerescos no me llevasen tras sí todos los sentidos, que no habría cosa que yo no hiciese, ni curiosidad que no saliese de mis manos, especialmente jaulas y palillos de dientes.
A este tiempo, llamaron a la puerta, y, preguntando quién llamaba, respondió Sancho Panza que él era; y, apenas le hubo conocido el ama, cuando corrió a esconderse por no verle: tanto le aborrecía. Abrióle la sobrina, salió a recebirle con los brazos abiertos su señor don Quijote, y encerráronse los dos en su aposento, donde tuvieron otro coloquio, que no le hace ventaja el pasado.

Capítulo Octavo
Donde se cuenta lo que le sucedió a don Quijote, yendo a ver su señora Dulcinea del Toboso
‘‘¡Bendito sea el poderoso Alá! –dice Hamete Benengeli al comienzo deste octavo capítulo–. ¡Bendito sea Alá!’’, repite tres veces; y dice que da estas bendiciones por ver que tiene ya en campaña a don Quijote y a Sancho, y que los letores de su agradable historia pueden hacer cuenta que desde este punto comienzan las hazañas y donaires de don Quijote y de su escudero; persuádeles que se les olviden las pasadas caballerías del ingenioso hidalgo, y pongan los ojos en las que están por venir, que desde agora en el camino del Toboso comienzan, como las otras comenzaron en los campos de Montiel, y no es mucho lo que pide para tanto como él promete; y así prosigue diciendo:
Solos quedaron don Quijote y Sancho, y, apenas se hubo apartado Sansón, cuando comenzó a relinchar Rocinante y a sospirar el rucio, que de entrambos, caballero y escudero, fue tenido a buena señal y por felicísimo agüero; aunque, si se ha de contar la verdad, más fueron los sospiros y rebuznos del rucio que los relinchos del rocín, de donde coligió Sancho que su ventura había de sobrepujar y ponerse encima de la de su señor, fundándose no sé si en astrología judiciaria que él se sabía, puesto que la historia no lo declara; sólo le oyeron decir que, cuando tropezaba o caía, se holgara no haber salido de casa, porque del tropezar o caer no se sacaba otra cosa sino el zapato roto o las costillas quebradas; y, aunque tonto, no andaba en esto muy fuera de camino. Díjole don Quijote:
–Sancho amigo, la noche se nos va entrando a más andar, y con más escuridad de la que habíamos menester para alcanzar a ver con el día al Toboso, adonde tengo determinado de ir antes que en otra aventura me ponga, y allí tomaré la bendición y buena licencia de la sin par Dulcinea, con la cual licencia pienso y tengo por cierto de acabar y dar felice cima a toda peligrosa aventura, porque ninguna cosa desta vida hace más valientes a los caballeros andantes que verse favorecidos de sus damas.
–Yo así lo creo –respondió Sancho–; pero tengo por dificultoso que vuestra merced pueda hablarla ni verse con ella, en parte, a lo menos, que pueda recebir su bendición, si ya no se la echa desde las bardas del corral, por donde yo la vi la vez primera, cuando le llevé la carta donde iban las nuevas de las sandeces y locuras que vuestra merced quedaba haciendo en el corazón de Sierra Morena.
–¿Bardas de corral se te antojaron aquéllas, Sancho –dijo don Quijote–, adonde o por donde viste aquella jamás bastantemente alabada gentileza y hermosura? No debían de ser sino galerías o corredores, o lonjas, o como las llaman, de ricos y reales palacios.
–Todo pudo ser –respondió Sancho–, pero a mí bardas me parecieron, si no es que soy falto de memoria.
–Con todo eso, vamos allá, Sancho –replicó don Quijote–, que como yo la vea, eso se me da que sea por bardas que por ventanas, o por resquicios, o verjas de jardines; que cualquier rayo que del sol de su belleza llegue a mis ojos alumbrará mi entendimiento y fortalecerá mi corazón, de modo que quede único y sin igual en la discreción y en la valentía.
–Pues en verdad, señor –respondió Sancho–, que cuando yo vi ese sol de la señora Dulcinea del Toboso, que no estaba tan claro, que pudiese echar de sí rayos algunos, y debió de ser que, como su merced estaba ahechando aquel trigo que dije, el mucho polvo que sacaba se le puso como nube ante el rostro y se le escureció.
–¡Que todavía das, Sancho –dijo don Quijote–, en decir, en pensar, en creer y en porfiar que mi señora Dulcinea ahechaba trigo, siendo eso un menester y ejercicio que va desviado de todo lo que hacen y deben hacer las personas principales que están constituidas y guardadas para otros ejercicios y entretenimientos, que muestran a tiro de ballesta su principalidad...! Mal se te acuerdan a ti, ¡oh Sancho!, aquellos versos de nuestro poeta donde nos pinta las labores que hacían allá en sus moradas de cristal aquellas cuatro ninfas que del Tajo amado sacaron las cabezas, y se sentaron a labrar en el prado verde aquellas ricas telas que allí el ingenioso poeta nos describe, que todas eran de oro, sirgo y perlas contestas y tejidas. Y desta manera debía de ser el de mi señora cuando tú la viste; sino que la envidia que algún mal encantador debe de tener a mis cosas, todas las que me han de dar gusto trueca y vuelve en diferentes figuras que ellas tienen; y así, temo que, en aquella historia que dicen que anda impresa de mis hazañas, si por ventura ha sido su autor algún sabio mi enemigo, habrá puesto unas cosas por otras, mezclando con una verdad mil mentiras, divertiéndose a contar otras acciones fuera de lo que requiere la continuación de una verdadera historia. ¡Oh envidia, raíz de infinitos males y carcoma de las virtudes! Todos los vicios, Sancho, traen un no sé qué de deleite consigo, pero el de la envidia no trae sino disgustos, rancores y rabias.
–Eso es lo que yo digo también –respondió Sancho–, y pienso que en esa leyenda o historia que nos dijo el bachiller Carrasco que de nosotros había visto debe de andar mi honra a coche acá, cinchado, y, como dicen, al estricote, aquí y allí, barriendo las calles. Pues, a fe de bueno, que no he dicho yo mal de ningún encantador, ni tengo tantos bienes que pueda ser envidiado; bien es verdad que soy algo malicioso, y que tengo mis ciertos asomos de bellaco, pero todo lo cubre y tapa la gran capa de la simpleza mía, siempre natural y nunca artificiosa. Y cuando otra cosa no tuviese sino el creer, como siempre creo, firme y verdaderamente en Dios y en todo aquello que tiene y cree la Santa Iglesia Católica Romana, y el ser enemigo mortal, como lo soy, de los judíos, debían los historiadores tener misericordia de mí y tratarme bien en sus escritos. Pero digan lo que quisieren; que desnudo nací, desnudo me hallo: ni pierdo ni gano; aunque, por verme puesto en libros y andar por ese mundo de mano en mano, no se me da un higo que digan de mí todo lo que quisieren.
–Eso me parece, Sancho –dijo don Quijote–, a lo que sucedió a un famoso poeta destos tiempos, el cual, habiendo hecho una maliciosa sátira contra todas las damas cortesanas, no puso ni nombró en ella a una dama que se podía dudar si lo era o no; la cual, viendo que no estaba en la lista de las demás, se quejó al poeta, diciéndole que qué había visto en ella para no ponerla en el número de las otras, y que alargase la sátira, y la pusiese en el ensanche; si no, que mirase para lo que había nacido. Hízolo así el poeta, y púsola cual no digan dueñas, y ella quedó satisfecha, por verse con fama, aunque infame. También viene con esto lo que cuentan de aquel pastor que puso fuego y abrasó el templo famoso de Diana, contado por una de las siete maravillas del mundo, sólo porque quedase vivo su nombre en los siglos venideros; y, aunque se mandó que nadie le nombrase, ni hiciese por palabra o por escrito mención de su nombre, porque no consiguiese el fin de su deseo, todavía se supo que se llamaba Eróstrato. También alude a esto lo que sucedió al grande emperador Carlo Quinto con un caballero en Roma. Quiso ver el emperador aquel famoso templo de la Rotunda, que en la antigüedad se llamó el templo de todos los dioses, y ahora, con mejor vocación, se llama de todos los santos, y es el edificio que más entero ha quedado de los que alzó la gentilidad en Roma, y es el que más conserva la fama de la grandiosidad y magnificencia de sus fundadores: él es de hechura de una media naranja, gran-dísimo en estremo, y está muy claro, sin entrarle otra luz que la que le concede una ventana, o, por mejor decir, claraboya redonda que está en su cima, desde la cual mirando el emperador el edificio, estaba con él y a su lado un caballero romano, declarándole los primores y sutilezas de aquella gran máquina y memorable arquitetura; y, habiéndose quitado de la claraboya, dijo al emperador: ‘‘Mil veces, Sacra Majestad, me vino deseo de abrazarme con vuestra Majestad y arrojarme de aquella claraboya abajo, por dejar de mí fama eterna en el mundo’’. ‘‘Yo os agradezco –respondió el emperador– el no haber puesto tan mal pensamiento en efeto, y de aquí adelante no os pondré yo en ocasión que volváis a hacer prueba de vuestra lealtad; y así, os mando que jamás me habléis, ni estéis donde yo estuviere’’. Y, tras estas palabras, le hizo una gran merced. Quiero decir, Sancho, que el deseo de alcanzar fama es activo en gran manera. ¿Quién piensas tú que arrojó a Horacio del puente abajo, armado de todas armas, en la profundidad del Tibre? ¿Quién abrasó el brazo y la mano a Mucio? ¿Quién impelió a Curcio a lanzarse en la profunda sima ardiente que apareció en la mitad de Roma? ¿Quién, contra todos los agüeros que en contra se le habían mostrado, hizo pasar el Rubicón a César? Y, con ejemplos más modernos, ¿quién barrenó los navíos y dejó en seco y aislados los valerosos españoles guiados por el cortesísimo Cortés en el Nuevo Mundo? Todas estas y otras grandes y diferentes hazañas son, fueron y serán obras de la fama, que los mortales desean como premios y parte de la inmortalidad que sus famosos hechos merecen, puesto que los cristianos, católicos y andantes caballeros más habemos de atender a la gloria de los siglos venideros, que es eterna en las regiones etéreas y celestes, que a la vanidad de la fama que en este presente y acabable siglo se alcanza; la cual fama, por mucho que dure, en fin se ha de acabar con el mesmo mundo, que tiene su fin señalado. Así, ¡oh Sancho!, que nuestras obras no han de salir del límite que nos tiene puesto la religión cristiana, que profesamos. Hemos de matar en los gigantes a la soberbia; a la envidia, en la generosidad y buen pecho; a la ira, en el reposado continente y quietud del ánimo; a la gula y al sueño, en el poco comer que comemos y en el mucho velar que velamos; a la lujuria y lascivia, en la lealtad que guardamos a las que hemos hecho señoras de nuestros pensamientos; a la pereza, con andar por todas las partes del mundo, buscando las ocasiones que nos puedan hacer y hagan, sobre cristianos, famosos caballeros. Ves aquí, Sancho, los medios por donde se alcanzan los estremos de alabanzas que consigo trae la buena fama.
–Todo lo que vuestra merced hasta aquí me ha dicho –dijo Sancho– lo he entendido muy bien, pero, con todo eso, querría que vuestra merced me sorbiese una duda que agora en este punto me ha venido a la memoria.
–Asolviese quieres decir, Sancho –dijo don Quijote–. Di en buen hora, que yo responderé lo que supiere.
–Dígame, señor –prosiguió Sancho–: esos Julios o Agostos, y todos esos caballeros hazañosos que ha dicho, que ya son muertos, ¿dónde están agora?
–Los gentiles –respondió don Quijote– sin duda están en el infierno; los cristianos, si fueron buenos cristianos, o están en el purgatorio o en el cielo.
–Está bien –dijo Sancho–, pero sepamos ahora: esas sepulturas donde están los cuerpos desos señorazos, ¿tienen delante de sí lámparas de plata, o están adornadas las paredes de sus capillas de muletas, de mortajas, de cabelleras, de piernas y de ojos de cera? Y si desto no, ¿de qué están adornadas?
A lo que respondió don Quijote:
–Los sepulcros de los gentiles fueron por la mayor parte suntuosos templos: las cenizas del cuerpo de Julio César se pusieron sobre una pirámide de piedra de desmesurada grandeza, a quien hoy llaman en Roma La aguja de San Pedro; al emperador Adriano le sirvió de sepultura un castillo tan grande como una buena aldea, a quien llamaron Moles Hadriani, que agora es el castillo de Santángel en Roma; la reina Artemisa sepultó a su marido Mausoleo en un sepulcro que se tuvo por una de las siete maravillas del mundo; pero ninguna destas sepulturas ni otras muchas que tuvieron los gentiles se adornaron con mortajas ni con otras ofrendas y señales que mostrasen ser santos los que en ellas estaban sepultados.
–A eso voy –replicó Sancho–. Y dígame agora: ¿cuál es más: resucitar a un muerto, o matar a un gigante?
–La respuesta está en la mano –respondió don Quijote–: más es resucitar a un muerto.
–Cogido le tengo –dijo Sancho–: luego la fama del que resucita muertos, da vista a los ciegos, endereza los cojos y da salud a los enfermos, y delante de sus sepulturas arden lámparas, y están llenas sus capillas de gentes devotas que de rodillas adoran sus reliquias, mejor fama será, para este y para el otro siglo, que la que dejaron y dejaren cuantos emperadores gentiles y caballeros andantes ha habido en el mundo.
–También confieso esa verdad –respondió don Quijote.
–Pues esta fama, estas gracias, estas prer[r]ogativas, como llaman a esto –respondió Sancho–, tienen los cuerpos y las reliquias de los santos que, con aprobación y licencia de nuestra santa madre Iglesia, tienen lámparas, velas, mortajas, muletas, pinturas, cabelleras, ojos, piernas, con que aumentan la devoción y engrandecen su cristiana fama. Los cuerpos de los santos o sus reliquias llevan los reyes sobre sus hombros, besan los pedazos de sus huesos, adornan y enriquecen con ellos sus oratorios y sus más preciados altares...
–¿Qué quieres que infiera, Sancho, de todo lo que has dicho? –dijo don Quijote.
–Quiero decir –dijo Sancho– que nos demos a ser santos, y alcanzaremos más brevemente la buena fama que pretendemos; y advierta, señor, que ayer o antes de ayer, que, según ha poco se puede decir desta manera, canonizaron o beatificaron dos frailecitos descalzos, cuyas cadenas de hierro con que ceñían y atormentaban sus cuerpos se tiene ahora a gran ventura el besarlas y tocarlas, y están en más veneración que está, según dije, la espada de Roldán en la armería del rey, nuestro señor, que Dios guarde. Así que, señor mío, más vale ser hu-milde frailecito, de cualquier orden que sea, que valiente y andante caballero; mas alcanzan con Dios dos docenas de diciplinas que dos mil lanzadas, ora las den a gigantes, ora a vestiglos o a endrigos.
–Todo eso es así –respondió don Quijote–, pero no todos podemos ser frailes, y muchos son los caminos por donde lleva Dios a los suyos al cielo: religión es la caballería; caballeros santos hay en la gloria.
–Sí –respondió Sancho–, pero yo he oído decir que hay más frailes en el cielo que caballeros andantes.
–Eso es –respondió don Quijote– porque es mayor el número de los religiosos que el de los caballeros.
–Muchos son los andantes –dijo Sancho.
–Muchos –respondió don Quijote–, pero pocos los que merecen nombre de caballeros.
En estas y otras semejantes pláticas se les pasó aquella noche y el día siguiente, sin acontecerles cosa que de contar fuese, de que no poco le pesó a don Quijote. En fin, otro día, al anochecer, descubrieron la gran ciudad del Toboso, con cuya vista se le alegraron los espíritus a don Quijote y se le entristecieron a Sancho, porque no sabía la casa de Dulcinea, ni en su vida la había visto, como no la había visto su señor; de modo que el uno por verla, y el otro por no haberla visto, estaban alborotados, y no imaginaba Sancho qué había de hacer cuando su dueño le enviase al Toboso. Finalmente, ordenó don Quijote entrar en la ciudad entrada la noche, y, en tanto que la hora se llegaba, se quedaron entre unas encinas que cerca del Toboso estaban, y, llegado el determinado punto, entraron en la ciudad, donde les sucedió cosas que a cosas llegan.

Capítulo Décimo
Donde se cuenta la industria que Sancho tuvo para encantar a la señora Dulcinea, y de otros sucesos tan ridículos como verdaderos
Llegando el autor desta grande historia a contar lo que en este capítulo cuenta, dice que quisiera pasarle en silencio, temeroso de que no había de ser creído, porque las locuras de don Quijote llegaron aquí al término y raya de las mayores que pueden imaginarse, y aun pasaron dos tiros de ballesta más allá de las mayores. Finalmente, aunque con este miedo y recelo, las escribió de la misma manera que él las hizo, sin añadir ni quitar a la historia un átomo de la verdad, sin dársele nada por las objeciones que podían ponerle de mentiroso. Y tuvo razón, porque la verdad adelgaza y no quiebra, y siempre anda sobre la mentira como el aceite sobre el agua.
Y así, prosiguiendo su historia, dice que, así como don Quijote se emboscó en la floresta, encinar o selva junto al gran Toboso, mandó a Sancho volver a la ciudad, y que no volviese a su presencia sin haber primero hablado de su parte a su señora, pidiéndola fuese servida de dejarse ver de su cautivo caballero, y se dignase de echarle su bendición, para que pudiese esperar por ella felicísimos sucesos de todos sus acometimientos y dificultosas empresas. Encargóse Sancho de hacerlo así como se le mandaba, y de traerle tan buena respuesta como le trujo la vez primera.
–Anda, hijo –replicó don Quijote–, y no te turbes cuando te vieres ante la luz del sol de hermosura que vas a buscar. ¡Dichoso tú sobre todos los escuderos del mundo! Ten memoria, y no se te pase della cómo te recibe: si muda las colores el tiempo que la estuvieres dando mi embajada; si se desasosiega y turba oyendo mi nombre; si no cabe en la almohada, si acaso la hallas sentada en el estrado rico de su autoridad; y si está en pie, mírala si se pone ahora sobre el uno, ahora sobre el otro pie; si te repite la respuesta que te diere dos o tres veces; si la muda de blanda en áspera, de aceda en amorosa; si levanta la mano al cabello para componerle, aunque no esté desordenado; finalmente, hijo, mira todas sus acciones y movimientos; porque si tú me los relatares como ellos fueron, sacaré yo lo que ella tiene escondido en lo secreto de su corazón acerca de lo que al fecho de mis amores toca; que has de saber, Sancho, si no lo sabes, que entre los amantes, las acciones y movimientos exteriores que muestran, cuando de sus amores se trata, son certísimos correos que traen las nuevas de lo que allá en lo interior del alma pasa. Ve, amigo, y guíete otra mejor ventura que la mía, y vuélvate otro mejor suceso del que yo quedo temiendo y esperando en esta amarga soledad en que me dejas.
–Yo iré y volveré presto –dijo Sancho–; y ensanche vuestra merced, señor mío, ese corazoncillo, que le debe de tener agora no mayor que una avellana, y considere que se suele decir que buen corazón quebranta mala ventura, y que donde no hay tocinos, no hay estacas; y también se dice: donde no piensa, salta la liebre. Dígolo porque si esta noche no hallamos los palacios o alcázares de mi señora, agora que es de día los pienso hallar, cuando menos los piense, y hallados, déjenme a mí con ella.
–Por cierto, Sancho –dijo don Quijote–, que siempre traes tus refranes tan a pelo de lo que tratamos cuanto me dé Dios mejor ventura en lo que deseo.
Esto dicho, volvió Sancho las espaldas y vareó su rucio, y don Quijote se quedó a caballo, descansando sobre los estribos y sobre el arrimo de su lanza, lleno de tristes y confusas imaginaciones, donde le dejaremos, yéndonos con Sancho Panza, que no menos confuso y pensativo se apartó de su señor que él quedaba; y tanto, que, apenas hubo salido del bosque, cuando, volviendo la cabeza y viendo que don Quijote no parecía, se apeó del jumento, y, sentándose al pie de un árbol, comenzó a hablar consigo mesmo y a decirse:
–Sepamos agora, Sancho hermano, adónde va vuesa merced. ¿Va a buscar algún jumento que se le haya perdido? ‘‘No, por cierto’’. Pues, ¿qué va a buscar? ‘‘Voy a buscar, como quien no dice nada, a una princesa, y en ella al sol de la hermosura y a todo el cielo junto’’. Y ¿adónde pensáis hallar eso que decís, Sancho? ‘‘¿Adónde? En la gran ciudad del Toboso’’. Y bien: ¿y de parte de quién la vais a buscar? ‘‘De parte del famoso caballero don Quijote de la Mancha, que desface los tuertos, y da de comer al que ha sed, y de beber al que ha hambre’’. Todo eso está muy bien. Y ¿sabéis su casa, Sancho? ‘‘Mi amo dice que han de ser unos reales palacios o unos soberbios alcázares’’. Y ¿habéisla visto algún día por ventura? ‘‘Ni yo ni mi amo la habemos visto jamás’’. Y ¿paréceos que fuera acertado y bien hecho que si los del Toboso supiesen que estáis vos aquí con intención de ir a sonsacarles sus princesas y a desasosegarles sus damas, viniesen y os moliesen las costillas a puros palos, y no os dejasen hueso sano? ‘‘En verdad que tendrían mucha razón, cuando no considerasen que soy mandado, y que mensajero sois, amigo, no merecéis culpa, non’’. No os fiéis en eso, Sancho, porque la gente manchega es tan colérica como honrada, y no consiente cosquillas de nadie. Vive Dios que si os huele, que os mando mala ventura. ‘‘¡Oxte, puto! ¡Allá darás, rayo! ¡No, sino ándeme yo buscando tres pies al gato por el gusto ajeno! Y más, que así será buscar a Dulcinea por el Toboso como a Marica por Rávena, o al bachiller en Salamanca. ¡El diablo, el diablo me ha metido a mí en esto, que otro no!’’
Este soliloquio pasó consigo Sancho, y lo que sacó dél fue que volvió a decirse:
–Ahora bien, todas las cosas tienen remedio, si no es la muerte, debajo de cuyo yugo hemos de pasar todos, mal que nos pese, al acabar de la vida. Este mi amo, por mil señales, he visto que es un loco de atar, y aun también yo no le quedo en zaga, pues soy más mentecato que él, pues le sigo y le sirvo, si es verdadero el refrán que dice: "Dime con quién andas, decirte he quién eres", y el otro de "No con quien naces, sino con quien paces". Siendo, pues, loco, como lo es, y de locura que las más veces toma unas cosas por otras, y juzga lo blanco por negro y lo negro por blanco, como se pareció cuando dijo que los molinos de viento eran gigantes, y las mulas de los religiosos dromedarios, y las manadas de carneros ejércitos de enemigos, y otras muchas cosas a este tono, no será muy difícil hacerle creer que una labradora, la primera que me topare por aquí, es la señora Dulcinea; y, cuando él no lo crea, juraré yo; y si él jurare, tornaré yo a jurar; y si porfiare, porfiaré yo más, y de manera que tengo de tener la mía siempre sobre el hito, venga lo que viniere. Quizá con esta porfía acabaré con él que no me envíe otra vez a semejantes mensajerías, viendo cuán mal recado le traigo dellas, o quizá pensará, como yo imagino, que algún mal encantador de estos que él dice que le quieren mal la habrá mudado la figura por hacerle mal y daño.
Con esto que pensó Sancho Panza quedó sosegado su espíritu, y tuvo por bien acabado su negocio, y deteniéndose allí hasta la tarde, por dar lugar a que don Quijote pensase que le [ha]bía tenido para ir y volver del Toboso; y sucedióle todo tan bien que, cuando se levantó para subir en el rucio, vio que del Toboso hacia donde él estaba venían tres labradoras sobre tres pollinos, o pollinas, que el autor no lo declara, aunque más se puede creer que eran borricas, por ser ordinaria caballería de las aldeanas; pero, como no va mucho en esto, no hay para qué detenernos en averiguarlo. En resolución: así como Sancho vio a las labradoras, a paso tirado volvió a buscar a su señor don Quijote, y hallóle suspirando y diciendo mil amorosas lamentaciones. Como don Quijote le vio, le dijo:
–¿Qué hay, Sancho amigo? ¿Podré señalar este día con piedra blanca, o con negra?
–Mejor será –respondió Sancho– que vuesa merced le señale con almagre, como rétulos de cátedras, porque le echen bien de ver los que le vieren.
–De ese modo –replicó don Quijote–, buenas nuevas traes.
–Tan buenas –respondió Sancho–, que no tiene más que hacer vuesa merced sino picar a Rocinante y salir a lo raso a ver a la señora Dulcinea del Toboso, que con otras dos doncellas suyas viene a ver a vuesa merced.
–¡Santo Dios! ¿Qué es lo que dices, Sancho amigo? –dijo don Quijote–. Mira no me engañes, ni quieras con falsas alegrías alegrar mis verdaderas tristezas.
–¿Qué sacaría yo de engañar a vuesa merced –respondió Sancho–, y más estando tan cerca de descubrir mi verdad? Pique, señor, y venga, y verá venir a la princesa, nuestra ama, vestida y adornada, en fin, como quien ella es. Sus doncellas y ella todas son una ascua de oro, todas mazorcas de perlas, todas son diamantes, todas rubíes, todas telas de brocado de más de diez altos; los cabellos, sueltos por las espaldas, que son otros tantos rayos del sol que andan jugando con el viento; y, sobre todo, vienen a caballo sobre tres cananeas remendadas, que no hay más que ver.
–Hacaneas querrás decir, Sancho.
–Poca diferencia hay –respondió Sancho– de cananeas a hacaneas; pero, vengan sobre lo que vinieren, ellas vienen las más galanas señoras que se puedan desear, especialmente la princesa Dulcinea, mi señora, que pasma los sentidos.
–Vamos, Sancho hijo –respondió don Quijote–; y, en albricias destas no esperadas como buenas nuevas, te mando el mejor despojo que ganare en la primera aventura que tuviere, y si esto no te contenta, te mando las crías que este año me dieren las tres yeguas mías, que tú sabes que quedan para parir en el prado concejil de nuestro pueblo.
–A las crías me atengo –respondió Sancho–, porque de ser buenos los despojos de la primera aventura no está muy cierto.
Ya en esto salieron de la selva, y descubrieron cerca a las tres aldeanas. Tendió don Quijote los ojos por todo el camino del Toboso, y como no vio sino a las tres labradoras, turbóse todo, y preguntó a Sancho si las había dejado fuera de la ciudad.
–¿Cómo fuera de la ciudad? –respondió–. ¿Por ventura tiene vuesa merced los ojos en el colodrillo, que no vee que son éstas, las que aquí vienen, resplandecientes como el mismo sol a mediodía?
–Yo no veo, Sancho –dijo don Quijote–, sino a tres labradoras sobre tres borricos.
–¡Agora me libre Dios del diablo! –respondió Sancho–. Y ¿es posible que tres hacaneas, o como se llaman, blancas como el ampo de la nieve, le parezcan a vuesa merced borricos? ¡Vive el Señor, que me pele estas barbas si tal fuese verdad!
–Pues yo te digo, Sancho amigo –dijo don Quijote–, que es tan verdad que son borricos, o borricas, como yo soy don Quijote y tú Sancho Panza; a lo menos, a mí tales me parecen.
–Calle, señor –dijo Sancho–, no diga la tal palabra, sino despabile esos ojos, y venga a hacer reverencia a la señora de sus pensamientos, que ya llega cerca.
Y, diciendo esto, se adelantó a recebir a las tres aldeanas; y, apeándose del rucio, tuvo del cabestro al jumento de una de las tres labradoras, y, hincando ambas rodillas en el suelo, dijo:
–Reina y princesa y duquesa de la hermosura, vuestra altivez y grandeza sea servida de recebir en su gracia y buen talente al cautivo caballero vuestro, que allí está hecho piedra mármol, todo turbado y sin pulsos de verse ante vuestra magnífica presencia. Yo soy Sancho Panza, su escudero, y él es el asendereado caballero don Quijote de la Mancha, llamado por otro nombre el Caballero de la Triste Figura.
A esta sazón, ya se había puesto don Quijote de hinojos junto a Sancho, y miraba con ojos desencajados y vista turbada a la que Sancho llamaba reina y señora, [y], como no descubría en ella sino una moza aldeana, y no de muy buen rostro, porque era carirredonda y chata, estaba suspenso y admirado, sin osar desplegar los labios. Las labradoras estaban asimismo atónitas, viendo aquellos dos hombres tan diferentes hincados de rodillas, que no dejaban pasar adelante a su compañera; pero, rompiendo el silencio la detenida, toda desgraciada y mohína, dijo:
–Apártense nora en tal del camino, y déjenmos pasar, que vamos de priesa.
A lo que respondió Sancho:
–¡Oh princesa y señora universal del Toboso! ¿Cómo vuestro magnánimo corazón no se enternece viendo arrodillado ante vuestra sublimada presencia a la coluna y sustento de la andante caballería?
Oyendo lo cual, otra de las dos dijo:
–Mas, ¡jo, que te estrego, burra de mi suegro! ¡Mirad con qué se vienen los señoritos ahora a hacer burla de las aldeanas, como si aquí no supiésemos echar pullas como ellos! Vayan su camino, e déjenmos hacer el nueso, y serles ha sano.
–Levántate, Sancho –dijo a este punto don Quijote–, que ya veo que la Fortuna, de mi mal no harta, tiene tomados los caminos todos por donde pueda venir algún contento a esta ánima mezquina que tengo en las carnes. Y tú, ¡oh estremo del valor que puede desearse, término de la humana gentileza, único remedio deste afligido corazón que te adora!, ya que el maligno encantador me persigue, y ha puesto nubes y cataratas en mis ojos, y para sólo ellos y no para otros ha mudado y transformado tu sin igual hermosura y rostro en el de una labradora pobre, si ya también el mío no le ha cambiado en el de algún vestiglo, para hacerle aborrecible a tus ojos, no dejes de mirarme blanda y amorosamente, echando de ver en esta sumisión y arrodillamiento que a tu contrahecha hermosura hago, la humildad con que mi alma te adora.
– ¡Tomá que mi agüelo! –respondió la aldeana–. ¡Amiguita soy yo de oír resquebrajos! Apártense y déjenmos ir, y agradecérselo hemos.
Apartóse Sancho y dejóla ir, contentísimo de haber salido bien de su enredo.
Apenas se vio libre la aldeana que había hecho la figura de Dulcinea, cuando, picando a su cananea con un aguijón que en un palo traía, dio a correr por el prado adelante. Y, como la borrica sentía la punta del aguijón, que le fatigaba más de lo ordinario, comenzó a dar corcovos, de manera que dio con la señora Dulcinea en tierra; lo cual visto por don Quijote, acudió a levantarla, y Sancho a componer y cinchar el albarda, que también vino a la barriga de la pollina. Acomodada, pues, la albarda, y quiriendo don Quijote levantar a su encantada señora en los brazos sobre la jumenta, la señora, levantándose del suelo, le quitó de aquel trabajo, porque, haciéndose algún tanto atrás, tomó una corridica, y, puestas ambas manos sobre las ancas de la pollina, dio con su cuerpo, más ligero que un halcón, sobre la albarda, y quedó a horcajadas, como si fuera hombre; y entonces dijo Sancho:
–¡Vive Roque, que es la señora nuestra ama más ligera que un acotán, y que puede enseñar a subir a la jineta al más diestro cordobés o mejicano! El arzón trasero de la silla pasó de un salto, y sin espuelas hace correr la hacanea como una cebra. Y no le van en zaga sus doncellas; que todas corren como el viento.
Y así era la verdad, porque, en viéndose a caballo Dulcinea, todas picaron tras ella y dispararon a correr, sin volver la cabeza atrás por espacio de más de media legua. Siguiólas don Quijote con la vista, y, cuando vio que no parecían, volviéndose a Sancho, le dijo:
–Sancho, ¿qué te parece cuán malquisto soy de encantadores? Y mira hasta dónde se estiende su malicia y la ojeriza que me tienen, pues me han querido privar del contento que pudiera darme ver en su ser a mi señora. En efecto, yo nací para ejemplo de desdichados, y para ser blanco y terrero donde tomen la mira y asiesten las flechas de la mala fortuna. Y has también de advertir, Sancho, que no se contentaron estos traidores de haber vuelto y transformado a mi Dulcinea, sino que la transformaron y volvieron en una figura tan baja y tan fea como la de aquella aldeana, y juntamente le quitaron lo que es tan suyo de las principales señoras, que es el buen olor, por andar siempre entre ámbares y entre flores. Porque te hago saber, Sancho, que cuando llegé a subir a Dulcinea sobre su hacanea, según tú dices, que a mí me pareció borrica, me dio un olor de ajos crudos, que me encalabrinó y atosigó el alma.
–¡Oh canalla! –gritó a esta sazón Sancho– ¡Oh encantadores aciagos y malintencionados, y quién os viera a todos ensartados por las agallas, como sardinas en lercha! Mucho sabéis, mucho podéis y mucho más hacéis. Bastaros debiera, bellacos, haber mudado las perlas de los ojos de mi señora en agallas alcornoqueñas, y sus cabellos de oro purísimo en cerdas de cola de buey bermejo, y, finalmente, todas sus faciones de buenas en malas, sin que le tocárades en el olor; que por él siquiera sacáramos lo que estaba encubierto debajo de aquella fea corteza; aunque, para decir verdad, nunca yo vi su fealdad, sino su hermosura, a la cual subía de punto y quilates un lunar que tenía sobre el labio derecho, a manera de bigote, con siete o ocho cabellos rubios como hebras de oro y largos de más de un palmo.
–A ese lunar –dijo don Quijote–, según la correspondencia que tienen entre sí los del rostro con los del cuerpo, ha de tener otro Dulcinea en la tabla del muslo que corresponde al lado donde tiene el del rostro, pero muy luengos para lunares son pelos de la grandeza que has significado.
–Pues yo sé decir a vuestra merced –respondió Sancho– que le parecían allí como nacidos.
–Yo lo creo, amigo –replicó don Quijote–, porque ninguna cosa puso la naturaleza en Dulcinea que no fuese perfecta y bien acabada; y así, si tuviera cien lunares como el que dices, en ella no fueran lunares, sino lunas y estrellas resplandecientes. Pero dime, Sancho: aquella que a mí me pareció albarda, que tú aderezaste, ¿era silla rasa o sillón?
–No era –respondió Sancho– sino silla a la jineta, con una cubierta de campo que vale la mitad de un reino, según es de rica.
–¡Y que no viese yo todo eso, Sancho! –dijo don Quijote–. Ahora torno a decir, y diré mil veces, que soy el más desdichado de los hombres.
Harto tenía que hacer el socarrón de Sancho en disimular la risa, oyendo las sandeces de su amo, tan delicadamente engañado. Finalmente, después de otras muchas razones que entre los dos pasaron, volvieron a subir en sus bestias, y siguieron el camino de Zaragoza, adonde pensaban llegar a tiempo que pudiesen hallarse en unas solenes fiestas que en aquella insigne ciudad cada año suelen hacerse. Pero, antes que allá llegasen, les sucedieron cosas que, por muchas, grandes y nuevas, merecen ser escritas y leídas, como se verá adelante.

Capítulo Trigésimo cuarto
Que cuenta de la noticia que se tuvo de cómo se había de desencantar la sin par Dulcinea del Toboso, que es una de las aventuras más famosas deste libro
Grande era el gusto que recebían el duque y la duquesa de la conversación de don Quijote y de la de Sancho Panza; y, confirmándose en la intención que tenían de hacerles algunas burlas que llevasen vislumbres y apariencias de aventuras, tomaron motivo de la que don Quijote ya les había contado de la cueva de Montesinos, para hacerle una que fuese famosa (pero de lo que más la duquesa se admiraba era que la simplicidad de Sancho fuese tanta que hubiese venido a creer ser verdad infalible que Dulcinea del Toboso estuviese encantada, habiendo sido él mesmo el encantador y el embustero de aquel negocio); y así, habiendo dado orden a sus criados de todo lo que habían de hacer, de allí a seis días le llevaron a caza de montería, con tanto aparato de monteros y cazadores como pudiera llevar un rey coronado. Diéronle a don Quijote un vestido de monte y a Sancho otro verde, de finísimo paño; pero don Quijote no se le quiso poner, diciendo que otro día había de volver al duro ejercicio de las armas y que no podía llevar consigo guardarropas ni reposterías. Sancho sí tomó el que le dieron, con intención de venderle en la primera ocasión que pudiese.
Llegado, pues, el esperado día, armóse don Quijote, vistióse Sancho, y, encima de su rucio, que no le quiso dejar aunque le daban un caballo, se metió entre la tropa de los monteros. La duquesa salió bizarramente aderezada, y don Quijote, de puro cortés y comedido, tomó la rienda de su palafrén, aunque el duque no quería consentirlo, y, finalmente, llegaron a un bosque que entre dos altísimas montañas estaba, donde, tomados los puestos, paranzas y veredas, y repartida la gente por diferentes puestos, se comenzó la caza con grande estruendo, grita y vocería, de manera que unos a otros no podían oírse, así por el ladrido de los perros como por el son de las bocinas.
Apeóse la duquesa, y, con un agudo venablo en las manos, se puso en un puesto por donde ella sabía que solían venir algunos jabalíes. Apeóse asimismo el duque y don Quijote, y pusiéronse a sus lados; Sancho se puso detrás de todos, sin apearse del rucio, a quien no osara desamparar, porque no le sucediese algún desmán. Y, apenas habían sentado el pie y puesto en ala con otros muchos criados suyos, cuando, acosado de los perros y seguido de los cazadores, vieron que hacia ellos venía un desmesurado jabalí, crujiendo dientes y colmillos y arrojando espuma por la boca; y en viéndole, embrazando su escudo y puesta mano a su espada, se adelantó a recebirle don Quijote. Lo mesmo hizo el duque con su venablo; pero a todos se adelantara la duquesa, si el duque no se lo estorbara. Sólo Sancho, en viendo al valiente animal, desamparó al rucio y dio a correr cuanto pudo, y, procurando subirse sobre una alta encina, no fue posible; antes, estando ya a la mitad dél, asido de una rama, pugnando subir a la cima, fue tan corto de ventura y tan desgraciado, que se desgajó la rama, y, al venir al suelo, se quedó en el aire, asido de un gancho de la encina, sin poder llegar al suelo. Y, viéndose así, y que el sayo verde se le rasgaba, y pareciéndole que si aquel fiero animal allí allegaba le podía alcanzar, comenzó a dar tantos gritos y a pedir socorro con tanto ahínco, que todos los que le oían y no le veían creyeron que estaba entre los dientes de alguna fiera.
Finalmente, el colmilludo jabalí quedó atravesado de las cuchillas de muchos venablos que se le pusieron delante; y, volviendo la cabeza don Quijote a los gritos de Sancho, que ya por ellos le había conocido, viole pendiente de la encina y la cabeza abajo, y al rucio junto a él, que no le desamparó en su calamidad; y dice Cide Hamete que pocas veces vio a Sancho Panza sin ver al rucio, ni al rucio sin ver a Sancho: tal era la amistad y buena fe que entre los dos se guardaban.
Llegó don Quijote y descolgó a Sancho; el cual, viéndose libre y en el suelo, miró lo desgarrado del sayo de monte, y pesóle en el alma; que pensó que tenía en el vestido un mayorazgo. En esto, atravesaron al jabalí poderoso sobre una acémila, y, cubriéndole con matas de romero y con ramas de mirto, le llevaron, como en señal de vitoriosos despojos, a unas grandes tiendas de campaña que en la mitad del bosque estaban puestas, donde hallaron las mesas en orden y la comida aderezada, tan sumptuosa y grande, que se echaba bien de ver en ella la grandeza y magnificencia de quien la daba. Sancho, mostrando las llagas a la duquesa de su roto vestido, dijo:
–Si esta caza fuera de liebres o de pajarillos, seguro estuviera mi sayo de verse en este estremo. Yo no sé qué gusto se recibe de esperar a un animal que, si os alcanza con un colmillo, os puede quitar la vida; yo me acuerdo haber oído cantar un romance antiguo que dice:
De los osos seas comido,
como Favila el nombrado.
–Ése fue un rey godo –dijo don Quijote–, que, yendo a caza de montería, le comió un oso.
–Eso es lo que yo digo –respondió Sancho–: que no querría yo que los príncipes y los reyes se pusiesen en semejantes peligros, a trueco de un gusto que parece que no le había de ser, pues consiste en matar a un animal que no ha cometido delito alguno.
–Antes os engañáis, Sancho –respondió el duque–, porque el ejercicio de la caza de monte es el más conveniente y necesario para los reyes y príncipes que otro alguno. La caza es una imagen de la guerra: hay en ella estratagemas, astucias, insidias para vencer a su salvo al enemigo; padécense en ella fríos grandísimos y calores intolerables; menoscábase el ocio y el sueño, corrobóranse las fuerzas, agilítanse los miembros del que la usa, y, en resolución, es ejercicio que se puede hacer sin perjuicio de nadie y con gusto de muchos; y lo mejor que él tiene es que no es para todos, como lo es el de los otros géneros de caza, excepto el de la volatería, que también es sólo para reyes y grandes señores. Así que, ¡oh Sancho!, mudad de opinión, y, cuando seáis gobernador, ocupaos en la caza y veréis como os vale un pan por ciento.
–Eso no –respondió Sancho–: el buen gobernador, la pierna quebrada y en casa. ¡Bueno sería que viniesen los negociantes a buscarle fatigados y él estuviese en el monte holgándose! ¡Así enhoramala andaría el gobierno! Mía fe, señor, la caza y los pasatiempos más han de ser para los holgazanes que para los gobernadores. En lo que yo pienso entretenerme es en jugar al triunfo envidado las pascuas, y a los bolos los domingos y fiestas; que esas cazas ni cazos no dicen con mi condición ni hacen con mi conciencia.
–Plega a Dios, Sancho, que así sea, porque del dicho al hecho hay gran trecho.
–Haya lo que hubiere –replicó Sancho–, que al buen pagador no le duelen prendas, y más vale al que Dios ayuda que al que mucho madruga, y tripas llevan pies, que no pies a tripas; quiero decir que si Dios me ayuda, y yo hago lo que debo con buena intención, sin duda que gobernaré mejor que un gerifalte. ¡No, sino pónganme el dedo en la boca y verán si aprieto o no!
–¡Maldito seas de Dios y de todos sus santos, Sancho maldito –dijo don Quijote–, y cuándo será el día, como otras muchas veces he dicho, donde yo te vea hablar sin refranes una razón corriente y concertada! Vuestras grandezas dejen a este tonto, señores míos, que les molerá las almas, no sólo puestas entre dos, sino entre dos mil refranes, traídos tan a sazón y tan a tiempo cuanto le dé Dios a él la salud, o a mí si los querría escuchar.
–Los refranes de Sancho Panza –dijo la duquesa–, puesto que son más que los del Comendador Griego, no por eso son en menos de estimar, por la brevedad de las sentencias. De mí sé decir que me dan más gusto que otros, aunque sean mejor traídos y con más sazón acomodados.
Con estos y otros entretenidos razonamientos, salieron de la tienda al bosque, y en requerir algunas paranzas, y presto, se les pasó el día y se les vino la noche, y no tan clara ni tan sesga como la sazón del tiempo pedía, que era en la mitad del verano; pero un cierto claroescuro que trujo consigo ayudó mucho a la intención de los duques; y, así como comenzó a anochecer, un poco más adelante del crepúsculo, a deshora pareció que todo el bosque por todas cuatro partes se ardía, y luego se oyeron por aquí y por allí, y por acá y por acullá, infinitas cornetas y otros instrumentos de guerra, como de muchas tropas de caballería que por el bosque pasaba. La luz del fuego, el son de los bélicos instrumentos, casi cegaron y atronaron los ojos y los oídos de los cir[c]unstantes, y aun de todos los que en el bosque estaban. Luego se oyeron infinitos lelilíes, al uso de moros cuando entran en las batallas, sonaron trompetas y clarines, retumbaron tambores, resonaron pífaros, casi todos a un tiempo, tan contino y tan apriesa, que no tuviera sentido el que no quedara sin él al son confuso de tantos intrumentos. Pasmóse el duque, suspendióse la duquesa, admiróse don Quijote, tembló Sancho Panza, y, finalmente, aun hasta los mesmos sabidores de la causa se espantaron. Con el temor les cogió el silencio, y un postillón que en traje de demonio les pasó por delante, tocando en voz de corneta un hueco y desmesurado cuerno, que un ronco y espantoso son despedía.
– ¡Hola, hermano correo! –dijo el duque–, ¿quién sois, adónde vais, y qué gente de guerra es la que por este bosque parece que atraviesa?
A lo que respondió el correo con voz horrísona y desenfadada:
–Yo soy el Diablo; voy a buscar a don Quijote de la Mancha; la gente que por aquí viene son seis tropas de encantadores, que sobre un carro triunfante traen a la sin par Dulcinea del Toboso. Encantada viene con el gallardo francés Montesinos, a dar orden a don Quijote de cómo ha de ser desencantada la tal señora.
–Si vos fuérades diablo, como decís y como vuestra figura muestra, ya hubiérades conocido al tal caballero don Quijote de la Mancha, pues le tenéis delante.
–En Dios y en mi conciencia –respondió el Diablo– que no miraba en ello, porque traigo en tantas cosas divertidos los pensamientos, que de la principal a que venía se me olvidaba.
–Sin duda –dijo Sancho– que este demonio debe de ser hombre de bien y buen cristiano, porque, a no serlo, no jurara en Dios y en mi conciencia. Ahora yo tengo para mí que aun en el mesmo infierno debe de haber buena gente.
Luego el Demonio, sin apearse, encaminando la vista a don Quijote, dijo:
–A ti, el Caballero de los Leones (que entre las garras dellos te vea yo), me envía el desgraciado pero valiente caballero Montesinos, mandándome que de su parte te diga que le esperes en el mismo lugar que te topare, a causa que trae consigo a la que llaman Dulcinea del Toboso, con orden de darte la que es menester para desencantarla. Y, por no ser para más mi venida, no ha de ser más mi estada: los demonios como yo queden contigo, y los ángeles buenos con estos señores.
Y, en diciendo esto, tocó el desaforado cuerno, y volvió las espaldas y fuese, sin esperar respuesta de ninguno.
Renovóse la admiración en todos, especialmente en Sancho y don Quijote: en Sancho, en ver que, a despecho de la verdad, querían que estuviese encantada Dulcinea; en don Quijote, por no poder asegurarse si era verdad o no lo que le había pasado en la cueva de Montesinos. Y, estando elevado en estos pensamientos, el duque le dijo:
– ¿Piensa vuestra merced esperar, señor don Quijote?
–Pues ¿no? –respondió él–. Aquí esperaré intrépido y fuerte, si me viniese a embestir todo el infierno.
–Pues si yo veo otro diablo y oigo otro cuerno como el pasado, así esperaré yo aquí como en Flandes –dijo Sancho.
En esto, se cerró más la noche, y comenzaron a discurrir muchas luces por el bosque, bien así como discurren por el cielo las exhalaciones secas de la tierra, que parecen a nuestra vista estrellas que corren. Oyóse asimismo un espantoso ruido, al modo de aquel que se causa de las ruedas macizas que suelen traer los carros de bueyes, de cuyo chirrío áspero y continuado se dice que huyen los lobos y los osos, si los hay por donde pasan. Añadióse a toda esta tempestad otra que las aumentó todas, que fue que parecía verdaderamente que a las cuatro partes del bosque se estaban dando a un mismo tiempo cuatro rencuentros o batallas, porque allí sonaba el duro estruendo de espantosa artillería, acullá se disparaban infinitas escopetas, cerca casi sonaban las voces de los combatientes, lejos se reiteraban los lililíes agarenos.
Finalmente, las cornetas, los cuernos, las bocinas, los clarines, las trompetas, los tambores, la artillería, los arcabuces, y, sobre todo, el temeroso ruido de los carros, formaban todos juntos un son tan confuso y tan horrendo, que fue menester que don Quijote se valiese de todo su corazón para sufrirle; pero el de Sancho vino a tierra, y dio con él desmayado en las faldas de la duquesa, la cual le recibió en ellas, y a gran priesa mandó que le echasen agua en el rostro. Hízose así, y él volvió en su acuerdo, a tiempo que ya un carro de las rechinantes ruedas llegaba a aquel puesto.
Tirábanle cuatro perezosos bueyes, todos cubiertos de paramentos negros; en cada cuerno traían atada y encendida una grande hacha de cera, y encima del carro venía hecho un asiento alto, sobre el cual venía sentado un venerable viejo, con una barba más blanca que la mesma nieve, y tan luenga que le pasaba de la cintura; su vestidura era una ropa larga de negro bocací, que, por venir el carro lleno de infinitas luces, se podía bien divisar y discernir todo lo que en él venía. Guiábanle dos feos demonios vestidos del mesmo bocací, con tan feos rostros, que Sancho, habiéndolos visto una vez, cerró los ojos por no verlos otra. Llegando, pues, el carro a igualar al puesto, se levantó de su alto asiento el viejo venerable, y, puesto en pie, dando una gran voz, dijo:
–Yo soy el sabio Lirgandeo.
Y pasó el carro adelante, sin hablar más palabra. Tras éste pasó otro carro de la misma manera, con otro viejo entronizado; el cual, haciendo que el carro se detuviese, con voz no menos grave que el otro, dijo:
–Yo soy el sabio Alquife, el grande amigo de Urganda la Desconocida.
Y pasó adelante.
Luego, por el mismo continente, llegó otro carro; pero el que venía sentado en el trono no era viejo como los demás, sino hombrón robusto y de mala catadura, el cual, al llegar, levantándose en pie, como los otros, dijo con voz más ronca y más endiablada:
–Yo soy Arcaláus el encantador, enemigo mortal de Amadís de Gaula y de toda su parentela.
Y pasó adelante. Poco desviados de allí hicieron alto estos tres carros, y cesó el enfadoso ruido de sus ruedas, y luego se oyó otro, no ruido, sino un son de una suave y concertada música formado, con que Sancho se alegró, y lo tuvo a buena señal; y así, dijo a la duquesa, de quien un punto ni un paso se apartaba:
–Señora, donde hay música no puede haber cosa mala.
–Tampoco donde hay luces y claridad –respondió la duquesa.
A lo que replicó Sancho:
–Luz da el fuego y claridad las hogueras, como lo vemos en las que nos cercan, y bien podría ser que nos abrasasen, pero la música siempre es indicio de regocijos y de fiestas.
–Ello dirá –dijo don Quijote, que todo lo escuchaba.
Y dijo bien, como se muestra en el capítulo siguiente.

Capítulo Trigésimo quinto
Donde se prosigue la noticia que tuvo don Quijote del desencanto de Dulcinea, con otros admirable[s] sucesos
Al compás de la agradable música vieron que hacia ellos venía un carro de los que llaman triunfales tirado de seis mulas pardas, encubertadas, empero, de lienzo blanco, y sobre cada una venía un diciplinante de luz, asimesmo vestido de blanco, con una hacha de cera grande encendida en la mano. Era el carro dos veces, y aun tres, mayor que los pasados, y los lados, y encima dél, ocupaban doce otros diciplinantes albos como la nieve, todos con sus hachas encendidas, vista que admiraba y espantaba juntamente; y en un levantado trono venía sentada una ninfa, vestida de mil velos de tela de plata, brillando por todos ellos infinitas hojas de argentería de oro, que la hacían, si no rica, a lo menos vistosamente vestida. Traía el rostro cubierto con un transparente y delicado cendal, de modo que, sin impedirlo sus lizos, por entre ellos se descubría un hermosísimo rostro de doncella, y las muchas luces daban lugar para distinguir la belleza y los años, que, al parecer, no llegaban a veinte ni bajaban de diez y siete.
Junto a ella venía una figura vestida de una ropa de las que llaman rozagantes, hasta los pies, cubierta la cabeza con un velo negro; pero, al punto que llegó el carro a estar frente a frente de los duques y de don Quijote, cesó la música de las chirimías, y luego la de las arpas y laúdes que en el carro sonaban; y, levantándose en pie la figura de la ropa, la apartó a entrambos lados, y, quitándose el velo del rostro, descubrió patentemente ser la mesma figura de la muerte, descarnada y fea, de que don Quijote recibió pesadumbre y Sancho miedo, y los duques hicieron algún sentimiento temeroso. Alzada y puesta en pie esta muerte viva, con voz algo dormida y con lengua no muy despierta, comenzó a decir desta manera:
–Yo soy Merlín, aquel que las historias
dicen que tuve por mi padre al diablo
(mentira autorizada de los tiempos),
príncipe de la Mágica y monarca
y archivo de la ciencia zoroástrica,
émulo a las edades y a los siglos
que solapar pretenden las hazañas
de los andantes bravos caballeros
a quien yo tuve y tengo gran cariño.
Y, puesto que es de los encantadores,
de los magos o mágicos contino
dura la condición, áspera y fuerte,
la mía es tierna, blanda y amorosa,
y amiga de hacer bien a todas gentes.
En las cavernas lóbregas de Dite,
donde estaba mi alma entretenida
en formar ciertos rombos y caráteres,
llegó la voz doliente de la bella
y sin par Dulcinea del Toboso.
Supe su encantamento y su desgracia,
y su trasformación de gentil dama
en rústica aldeana; condolíme,
y, encerrando mi espíritu en el hueco
desta espantosa y fiera notomía,
después de haber revuelto cien mil libros
desta mi ciencia endemoniada y torpe,
vengo a dar el remedio que conviene
a tamaño dolor, a mal tamaño.
¡Oh tú, gloria y honor de cuantos visten
las túnicas de acero y de diamante,
luz y farol, sendero, norte y guía
de aquellos que, dejando el torpe sueño
y las ociosas plumas, se acomodan
a usar el ejercicio intolerable
de las sangrientas y pesadas armas!
A ti digo ¡oh varón, como se debe
por jamás alabado!, a ti, valiente
juntamente y discreto don Quijote,
de la Mancha esplendor, de España estrella,
que para recobrar su estado primo
la sin par Dulcinea del Toboso,
es menester que Sancho, tu escudero,
se dé tres mil azotes y trecientos
en ambas sus valientes posaderas,
al aire descubiertas, y de modo
que le escuezan, le amarguen y le enfaden.
Y en esto se resuelven todos cuantos
de su desgracia han sido los autores,
y a esto es mi venida, mis señores.
–¡Voto a tal! –dijo a esta sazón Sancho–. No digo yo tres mil azotes, pero así me daré yo tres como tres puñaladas. ¡Válate el diablo por modo de desencantar! ¡Yo no sé qué tienen que ver mis posas con los encantos! ¡Par Dios que si el señor Merlín no ha hallado otra manera como desencantar a la señora Dulcinea del Toboso, encantada se podrá ir a la sepultura!
–Tomaros he yo –dijo don Quijote–, don villano, harto de ajos, y amarraros he a un árbol, desnudo como vuestra madre os parió; y no digo yo tres mil y trecientos, sino seis mil y seiscientos azotes os daré, tan bien pegados que no se os caigan a tres mil y trecientos tirones. Y no me repliquéis palabra, que os arrancaré el alma.
Oyendo lo cual Merlín, dijo:
–No ha de ser así, porque los azotes que ha de recebir el buen Sancho han de ser por su voluntad, y no por fuerza, y en el tiempo que él quisiere; que no se le pone término señalado; pero permítesele que si él quisiere redemir su vejación por la mitad de este vapulamiento, puede dejar que se los dé ajena mano, aunque sea algo pesada.
–Ni ajena, ni propia, ni pesada, ni por pesar –replicó Sancho–: a mí no me ha de tocar alguna mano. ¿Parí yo, por ventura, a la señora Dulcinea del Toboso, para que paguen mis posas lo que pecaron sus ojos? El señor mi amo sí, que es parte suya, pues la llama a cada paso mi vida, mi alma, sustento y arrimo suyo, se puede y debe azotar por ella y hacer todas las diligencias necesarias para su desencanto; pero, ¿azotarme yo...? ¡Abernuncio!
Apenas acabó de decir esto Sancho, cuando, levantándose en pie la argentada ninfa que junto al espíritu de Merlín venía, quitándose el sutil velo del rostro, le descubrió tal, que a todos pareció mas que demasiadamente hermoso, y, con un desenfado varonil y con una voz no muy adamada, hablando derechamente con Sancho Panza, dijo:
–¡Oh malaventurado escudero, alma de cántaro, corazón de alcornoque, de entrañas guijeñas y apederna[l]adas! Si te mandaran, ladrón desuellacaras, que te arrojaras de una alta torre al suelo; si te pidieran, enemigo del género humano, que te comieras una docena de sapos, dos de lagartos y tres de culebras; si te persuadieran a que mataras a tu mujer y a tus hijos con algún truculento y agudo alfanje, no fuera maravilla que te mostraras melindroso y esquivo; pero hacer caso de tres mil y trecientos azotes, que no hay niño de la doctrina, por ruin que sea, que no se los lleve cada mes, admira, adarva, espanta a todas las entrañas piadosas de los que lo escuchan, y aun las de todos aquellos que lo vinieren a saber con el discurso del tiempo. Pon, ¡oh miserable y endurecido animal!, pon, digo, esos tus ojos de machuelo espantadizo en las niñas destos míos, comparados a rutilantes estrellas, y veráslos llorar hilo a hilo y madeja a madeja, haciendo surcos, carreras y sendas por los hermosos campos de mis mejillas. Muévate, socarrón y malintencionado monstro, que la edad tan florida mía, que aún se está todavía en el diez y... de los años, pues tengo diez y nueve y no llego a veinte, se consume y marchita debajo de la corteza de una rústica labradora; y si ahora no lo parezco, es merced particular que me ha hecho el señor Merlín, que está presente, sólo porque te enternezca mi belleza; que las lágrimas de una afligida hermosura vuelven en algodón los riscos, y los tigres en ovejas. Date, date en esas carnazas, bestión indómito, y saca de harón ese brío, que a sólo comer y más comer te inclina, y pon en libertad la lisura de mis carnes, la mansedumbre de mi condición y la belleza de mi faz; y si por mí no quieres ablandarte ni reducirte a algún razonable término, hazlo por ese pobre caballero que a tu lado tienes; por tu amo, digo, de quien estoy viendo el alma, que la tiene atravesada en la garganta, no diez dedos de los labios, que no espera sino tu rígida o blanda repuesta, o para salirse por la boca, o para volverse al estómago.
Tentóse, oyendo esto, la garganta don Quijote y dijo, volviéndose al duque:
–Por Dios, señor, que Dulcinea ha dicho la verdad, que aquí tengo el alma atravesada en la garganta, como una nuez de ballesta.
– ¿Qué decís vos a esto, Sancho? –preguntó la duquesa.
–Digo, señora –respondió Sancho–, lo que tengo dicho: que de los azotes, abernuncio.
–Abrenuncio habéis de decir, Sancho, y no como decís –dijo el duque.
–Déjeme vuestra grandeza –respondió Sancho–, que no estoy agora para mirar en sotilezas ni en letras más a menos; porque me tienen tan turbado estos azotes que me han de dar, o me tengo de dar, que no sé lo que me digo, ni lo que me hago. Pero querría yo saber de la señora mi señora doña Dulcina del Toboso adónde aprendió el modo de rogar que tiene: viene a pedirme que me abra las carnes a azotes, y llámame alma de cántaro y bestión indómito, con una tiramira de malos nombres, que el diablo los sufra. ¿Por ventura son mis carnes de bronce, o vame a mí algo en que se desencante o no? ¿Qué canasta de ropa blanca, de camisas, de tocadores y de escarpines, a[n]que no los gasto, trae delante de sí para ablandarme, sino un vituperio y otro, sabiendo aquel refrán que dicen por ahí, que un asno cargado de oro sube ligero por una montaña, y que dádivas quebrantan peñas, y a Dios rogando y con el mazo dando, y que más vale un "toma" que dos "te daré"? Pues el señor mi amo, que había de traerme la mano por el cerro y halagarme para que yo me hiciese de lana y de algodón cardado, dice que si me coge me amarrará desnudo a un árbol y me doblará la parada de los azotes; y habían de considerar estos lastimados señores que no solamente piden que se azote un escudero, sino un gobernador; como quien dice: "bebe con g[u]indas". Aprendan, aprendan mucho de enhoramala a saber rogar, y a saber pedir, y a tener crianza, que no son todos los tiempos unos, ni están los hombres siempre de un buen humor. Estoy yo ahora reventando de pena por ver mi sayo verde roto, y vienen a pedirme que me azote de mi voluntad, estando ella tan ajena dello como de volverme cacique.
–Pues en verdad, amigo Sancho –dijo el duque–, que si no os ablandáis más que una breva madura, que no habéis de empuñar el gobierno. ¡Bueno sería que yo enviase a mis insulanos un gobernador cruel, de entrañas pedernalinas, que no se doblega a las lágrimas de las afligidas doncellas, ni a los ruegos de discretos, imperiosos y antiguos encantadores y sabios! En resolución, Sancho, o vos habéis de ser azotado, o os han de azotar, o no habéis de ser gobernador.
–Señor –respondió Sancho–, ¿no se me darían dos días de término para pensar lo [que] me está mejor?
–No, en ninguna manera –dijo Merlín–; aquí, en este instante y en este lugar, ha de quedar asentado lo que ha de ser deste negocio, o Dulcinea volverá a la cueva de Montesinos y a su prístino estado de labradora, o ya, en el ser que está, será llevada a los Elíseos Campos, donde estará esperando se cumpla el número del vápulo.
–Ea, buen Sancho –dijo la duquesa–, buen ánimo y buena correspondencia al pan que habéis comido del señor don Quijote, a quien todos debemos servir y agradar, por su buena condición y por sus altas caballerías. Dad el sí, hijo, desta azotaina, y váyase el diablo para diablo y el temor para mezquino; que un buen corazón quebranta mala ventura, como vos bien sabéis.
A estas razones respondió con éstas disparatadas Sancho, que, hablando con Merlín, le preguntó:
–Dígame vuesa merced, señor Merlín: cuando llegó aquí el diablo correo y dio a mi amo un recado del señor Montesinos, mandándole de su parte que le esperase aquí, porque venía a dar orden de que la señora doña Dulcinea del Toboso se desencantase, y hasta agora no hemos visto a Montesinos, ni a sus semejas.
A lo cual respondió Merlín:
–El Diablo, amigo Sancho, es un ignorante y un grandísimo bellaco: yo le envié en busca de vuestro amo, pero no con recado de Montesinos, sino mío, porque Montesinos se está en su cueva entendiendo, o, por mejor decir, esperando su desencanto, que aún le falta la cola por desollar. Si os debe algo, o tenéis alguna cosa que negociar con él, yo os lo traeré y pondré donde vos más quisiéredes. Y, por agora, acabad de dar el sí desta diciplina, y creedme que os será de mucho provecho, así para el alma como para el cuerpo: para el alma, por la caridad con que la haréis; para el cuerpo, porque yo sé que sois de complexión sanguínea, y no os podrá hacer daño sacaros un poco de sangre.
–Muchos médicos hay en el mundo: hasta los encantadores son médicos –replicó Sancho–; pero, pues todos me lo dicen, aunque yo no me lo veo, digo que soy contento de darme los tres mil y trecientos azotes, con condición que me los tengo de dar cada y cuando que yo quisiere, sin que se me ponga tasa en los días ni en el tiempo; y yo procuraré salir de la deuda lo más presto que sea posible, porque goce el mundo de la hermosura de la señora doña Dulcinea del Toboso, pues, según parece, al revés de lo que yo pensaba, en efecto es hermosa. Ha de ser también condición que no [he] de estar obligado a sacarme sangre con la diciplina, y que si algunos azotes fueren de mosqueo, se me han de tomar en cuenta. Iten, que si me errare en el número, el señor Merlín, pues lo sabe todo, ha de tener cuidado de contarlos y de avisarme los que me faltan o los que me sobran.
–De las sobras no habrá que avisar –respondió Merlín–, porque, llegando al cabal número, luego quedará de improviso desencantada la señora Dulcinea, y vendrá a buscar, como agradecida, al buen Sancho, y a darle gracias, y aun premios, por la buena obra. Así que no hay de qué tener escrúpulo de las sobras ni de las faltas, ni el cielo permita que yo engañe a nadie, aunque sea en un pelo de la cabeza.
– ¡Ea, pues, a la mano de Dios! –dijo Sancho–. Yo consiento en mi mala ventura; digo que yo acepto la penitencia con las condiciones apuntadas.
Apenas dijo estas últimas palabras Sancho, cuando volvió a sonar la música de las chirimías y se volvieron a disparar infinitos arcabuces, y don Quijote se colgó del cuello de Sancho, dándole mil besos en la frente y en las mejillas. La duquesa y el duque y todos los circunstantes dieron muestras de haber recebido grandísimo contento, y el carro comenzó a caminar; y, al pasar, la hermosa Dulcinea inclinó la cabeza a los duques y hizo una gran reverencia a Sancho.
Y ya, en esto, se venía a más andar el alba, alegre y risueña: las florecillas de los campos se descollaban y erguían, y los líquidos cristales de los arroyuelos, murmurando por entre blancas y pardas guijas, iban a dar tributo a los ríos que los esperaban. La tierra alegre, el cielo claro, el aire limpio, la luz serena, cada uno por sí y todos juntos, daban manifiestas señales que el día, que al aurora venía pisando las faldas, había de ser sereno y claro. Y, satisfechos los duques de la caza y de haber conseguido su intención tan discreta y felicemente, se volvieron a su castillo, con prosupuesto de segundar en sus burlas, que para ellos no había veras que más gusto les diesen.

Capítulo Cuadragésimo segundo
De los consejos que dio don Quijote a Sancho Panza antes que fuese a gobernar la ínsula, con otras cosas bien consideradas
Con el felice y gracioso suceso de la aventura de la Dolorida, quedaron tan contentos los duques, que determinaron pasar con las burlas adelante, viendo el acomodado sujeto que tenían para que se tuviesen por veras; y así, habiendo dado la traza y órdenes que sus criados y sus vasallos habían de guardar con Sancho en el gobierno de la ínsula prometida, otro día, que fue el que sucedió al vuelo de Clavileño, dijo el duque a Sancho que se adeliñase y compusiese para ir a ser gobernador, que ya sus insulanos le estaban esperando como el agua de mayo. Sancho se le humilló y le dijo:
–Después que bajé del cielo, y después que desde su alta cumbre miré la tierra y la vi tan pequeña, se templó en parte en mí la gana que tenía tan grande de ser gobernador; porque, ¿qué grandeza es mandar en un grano de mostaza, o qué dignidad o imperio el gobernar a media docena de hombres tamaños como avellanas, que, a mi parecer, no había más en toda la tierra? Si vuest[r]a señoría fuese servido de darme una tantica parte del cielo, aunque no fuese más de media legua, la tomaría de mejor gana que la mayor ínsula del mundo.
–Mirad, amigo Sancho –respondió el duque–: yo no puedo dar parte del cielo a nadie, aunque no sea mayor que una uña, que a solo Dios están reservadas esas mercedes y gracias. Lo que puedo dar os doy, que es una ínsula hecha y derecha, redonda y bien proporcionada, y sobremanera fértil y abundosa, donde si vos os sabéis dar maña, podéis con las riquezas de la tierra granjear las del cielo.
–Ahora bien –respondió Sancho–, venga esa ínsula, que yo pugnaré por ser tal gobernador que, a pesar de bellacos, me vaya al cielo; y esto no es por codicia que yo tenga de salir de mis casillas ni de levantarme a mayores, sino por el deseo que tengo de probar a qué sabe el ser gobernador.
–Si una vez lo probáis, Sancho –dijo el duque–, comeros heis las manos tras el gobierno, por ser dulcísima cosa el mandar y ser obedecido. A buen seguro que cuando vuestro dueño llegue a ser emperador, que lo será sin duda, según van encaminadas sus cosas, que no se lo arranquen comoquiera, y que le duela y le pese en la mitad del alma del tiempo que hubiere dejado de serlo.
–Señor –replicó Sancho–, yo imagino que es bueno mandar, aunque sea a un hato de ganado.
–Con vos me entierren, Sancho, que sabéis de todo –respondió el duque–, y yo espero que seréis tal gobernador como vuestro juicio promete, y quédese esto aquí y advertid que mañana en ese mesmo día habéis de ir al gobierno de la ínsula, y esta tarde os acomodarán del traje conveniente que habéis de llevar y de todas las cosas necesarias a vuestra partida.
–Vístanme –dijo Sancho– como quisieren, que de cualquier manera que vaya vestido seré Sancho Panza.
–Así es verdad –dijo el duque–, pero los trajes se han de acomodar con el oficio o dignidad que se profesa, que no sería bien que un jurisperito se vistiese como soldado, ni un soldado como un sacerdote. Vos, Sancho, iréis vestido parte de letrado y parte de capitán, porque en la ínsula que os doy tanto son menester las armas como las letras, y las letras como las armas.
–Letras –respondió Sancho–, pocas tengo, porque aún no sé el A, B, C; pero bástame tener el Christus en la memoria para ser buen gobernador. De las armas manejaré las que me dieren, hasta caer, y Dios delante.
–Con tan buena memoria –dijo el duque–, no podrá Sancho errar en nada.
En esto llegó don Quijote, y, sabiendo lo que pasaba y la celeridad con que Sancho se había de partir a su gobierno, con licencia del duque le tomó por la mano y se fue con él a su estancia, con intención de aconsejarle cómo se había de haber en su oficio.
Entrados, pues, en su aposento, cerró tras sí la puerta, y hizo casi por fuerza que Sancho se sentase junto a él, y con reposada voz le dijo:
–Infinitas gracias doy al cielo, Sancho amigo, de que, antes y primero que yo haya encontrado con alguna buena dicha, te haya salido a ti a recebir y a encontrar la buena ventura. Yo, que en mi buena suerte te tenía librada la paga de tus servicios, me veo en los principios de aventajarme, y tú, antes de tiempo, contra la ley del razonable discurso, te vees premiado de tus deseos. Otros cohechan, importunan, solicitan, madrugan, ruegan, porfían, y no alcanzan lo que pretenden; y llega otro, y sin saber cómo ni cómo no, se halla con el cargo y oficio que otros muchos pretendieron; y aquí entra y encaja bien el decir que hay buena y mala fortuna en las pretensiones. Tú, que para mí, sin duda alguna, eres un porro, sin madrugar ni trasnochar y sin hacer diligencia alguna, con solo el aliento que te ha tocado de la andante caballería, sin más ni más te vees gobernador de una ínsula, como quien no dice nada. Todo esto digo, ¡oh Sancho!, para que no atribuyas a tus merecimientos la merced recebida, sino que des gracias al cielo, que dispone suavemente las cosas, y después las darás a la grandeza que en sí encierra la profesión de la caballería andante. Dispuesto, pues, el corazón a creer lo que te he dicho, está, ¡oh hijo!, atento a este tu Catón, que quiere aconsejarte y ser norte y guía que te encamine y saque a seguro puerto deste mar proceloso donde vas a engolfarte; que los oficios y grandes cargos no son otra cosa sino un golfo profundo de confusiones. Primeramente, ¡oh hijo!, has de temer a Dios, porque en el temerle está la sabiduría, y siendo sabio no podrás errar en nada. Lo segundo, has de poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. Del conocerte saldrá el no hincharte como la rana que quiso igualarse con el buey, que si esto haces, vendrá a ser feos pies de la rueda de tu locura la consideración de haber guardado puercos en tu tierra.
–Así es la verdad –respondió Sancho–, pero fue cuando muchacho; pero después, algo hombrecillo, gansos fueron los que guardé, que no puercos; pero esto paréceme a mí que no hace al caso, que no todos los que gobiernan vienen de casta de reyes.
–Así es verdad –replicó don Quijote–, por lo cual los no de principios nobles deben acompañar la gravedad del cargo que ejercitan con una blanda suavidad que, guiada por la prudencia, los libre de la murmuración maliciosa, de quien no hay estado que se escape. Haz gala, Sancho, de la humildad de tu linaje, y no te desprecies de decir que vienes de labradores; porque, viendo que no te corres, ninguno se pondrá a correrte; y préciate más de ser humilde virtuoso que pecador soberbio. Inumerables son aquellos que, de baja estirpe nacidos, han subido a la suma dignidad pontificia e imperatoria; y desta verdad te pudiera traer tantos ejemplos, que te cansaran. Mira, Sancho: si tomas por medio a la virtud, y te precias de hacer hechos virtuosos, no hay para qué tener envidia a los que los tienen [de] príncipes y señores, porque la sangre se hereda y la virtud se aquista, y la virtud vale por sí sola lo que la sangre no vale. Siendo esto así, como lo es, que si acaso viniere a verte cuando estés en tu ínsula alguno de tus parientes, no le deseches ni le afrentes; antes le has de acoger, agasajar y regalar, que con esto satisfarás al cielo, que gusta que nadie se desprecie de lo que él hizo, y corresponderás a lo que debes a la naturaleza bien concertada. Si trujeres a tu mujer contigo (porque no es bien que los que asisten a gobiernos de mucho tiempo estén sin las propias), enséñala, doctrínala y desbástala de su natural rudeza, porque todo lo que suele adquirir un gobernador discreto suele perder y derramar una mujer rústica y tonta. Si acaso enviudares, cosa que pu[e]de suceder, y con el cargo mejorares de consorte, no la tomes tal, que te sirva de anzuelo y de caña de pescar, y del no quiero de tu capilla, porque en verdad te digo que de todo aquello que la mujer del juez recibiere ha de dar cuenta el marido en la residencia universal, donde pagará con el cuatro tanto en la muerte las partidas de que no se hubiere hecho cargo en la vida. Nunca te guíes por la ley del encaje, que suele tener mucha cabida con los ignorantes que presumen de agudos. Hallen en ti más compasión las lágrimas del pobre, pero no más justicia, que las informaciones del rico. Procura descubrir la verdad por entre las promesas y dádivas del rico, como por entre los sollozos e importunidades del pobre. Cuando pudiere y debiere tener lugar la equidad, no cargues todo el rigor de la ley al delincuente, que no es mejor la fama del juez riguroso que la del compasivo. Si acaso doblares la vara de la justicia, no sea con el peso de la dádiva, sino con el de la misericordia. Cuando te sucediere juzgar algún pleito de algún tu enemigo, aparta las mientes de tu injuria y ponlas en la verdad del caso. No te ciegue la pasión propia en la causa ajena, que los yerros que en ella hicieres, las más veces, serán sin remedio; y si le tuvieren, será a costa de tu crédito, y aun de tu hacienda. Si alguna mujer hermosa veniere a pedirte justicia, quita los ojos de sus lágrimas y tus oídos de sus gemidos, y considera de espacio la sustancia de lo que pide, si no quieres que se anegue tu razón en su llanto y tu bondad en sus suspiros. Al que has de castigar con obras no trates mal con palabras, pues le basta al desdichado la pena del suplicio, sin la añadidura de las malas razones. Al culpado que cayere debajo de tu juridición considérale hombre miserable, sujeto a las condiciones de la depravada naturaleza nuestra, y en todo cuanto fuere de tu parte, sin hacer agravio a la contraria, muéstratele piadoso y clemente, porque, aunque los atributos de Dios todos son iguales, más resplandece y campea a nuestro ver el de la misericordia que el de la justicia. Si estos preceptos y estas reglas sigues, Sancho, serán luengos tus días, tu fama será eterna, tus premios colmados, tu felicidad indecible, casarás tus hijos como quisieres, títulos tendrán ellos y tus nietos, vivirás en paz y beneplácito de las gentes, y en los últimos pasos de la vida te alcanzará el de la muerte, en vejez suave y madura, y cerrarán tus ojos las tiernas y delicadas manos de tus terceros netezuelos. Esto que hasta aquí te he dicho son documentos que han de adornar tu alma; escucha ahora los que han de servir para adorno del cuerpo.

Capítulo Septagésimo segundo
De cómo don Quijote y Sancho llegaron a su aldea
Todo aquel día, esperando la noche, estuvieron en aquel lugar y mesón don Quijote y Sancho: el uno, para acabar en la campaña rasa la tanda de su diciplina, y el otro, para ver el fin della, en el cual consistía el de su deseo. Llegó en esto al mesón un caminante a caballo, con tres o cuatro criados, uno de los cuales dijo al que el señor dellos parecía:
–Aquí puede vuestra merced, señor don Álvaro Tarfe, pasar hoy la siesta: la posada parece limpia y fresca.
Oyendo esto don Quijote, le dijo a Sancho:
–Mira, Sancho: cuando yo hojeé aquel libro de la segunda parte de mi historia, me parece que de pasada topé allí este nombre de don Álvaro Tarfe.
–Bien podrá ser –respondió Sancho–. Dejémosle apear, que después se lo preguntaremos.
El caballero se apeó, y, frontero del aposento de don Quijote, la huéspeda le dio una sala baja, enjaezada con otras pintadas sargas, como las que tenía la estancia de don Quijote. Púsose el recién venido caballero a lo de verano, y, saliéndose al portal del mesón, que era espacioso y fresco, por el cual se paseaba don Quijote, le preguntó:
– ¿Adónde bueno camina vuestra merced, señor gentilhombre?
Y don Quijote le respondió:
–A una aldea que está aquí cerca, de donde soy natural. Y vuestra merced, ¿dónde camina?
–Yo, señor –respondió el caballero–, voy a Granada, que es mi patria.
–¡Y buena patria! –replicó don Quijote–. Pero, dígame vuestra merced, por cortesía, su nombre, porque me parece que me ha de importar saberlo más de lo que buenamente podré decir.
–Mi nombre es don Álvaro Tarfe –respondió el huésped.
A lo que replicó don Quijote:
–Sin duda alguna pienso que vuestra merced debe de ser aquel don Álvaro Tarfe que anda impreso en la Segunda parte de la historia de don Quijote de la Mancha, recién impresa y dada a la luz del mundo por un autor moderno.
–El mismo soy –respondió el caballero–, y el tal don Quijote, sujeto principal de la tal historia, fue grandísimo amigo mío, y yo fui el que le sacó de su tierra, o, a lo menos, le moví a que viniese a unas justas que se hacían en Zaragoza, adonde yo iba; y, en verdad en verdad que le hice muchas amistades, y que le quité de que no le palmease las espaldas el verdugo, por ser demasiadamente atrevido.
–Y, dígame vuestra merced, señor don Álvaro, ¿parezco yo en algo a ese tal don Quijote que vuestra merced dice?
–No, por cierto –respondió el huésped–: en ninguna manera.
–Y ese don Quijote –dijo el nuestro–, ¿traía consigo a un escudero llamado Sancho Panza?
–Sí traía –respondió don Álvaro–; y, aunque tenía fama de muy gracioso, nunca le oí decir gracia que la tuviese.
–Eso creo yo muy bien –dijo a esta sazón Sancho–, porque el decir gracias no es para todos, y ese Sancho que vuestra merced dice, señor gentilhombre, debe de ser algún grandísimo bellaco, frión y ladrón juntamente, que el verdadero Sancho Panza soy yo, que tengo más gracias que llovidas; y si no, haga vuestra merced la experiencia, y ándese tras de mí, por los menos un año, y verá que se me caen a cada paso, y tales y tantas que, sin saber yo las más veces lo que me digo, hago reír a cuantos me escuchan; y el verdadero don Quijote de la Mancha, el famoso, el valiente y el discreto, el enamorado, el desfacedor de agravios, el tutor de pupilos y huérfanos, el amparo de las viudas, el matador de las doncellas, el que tiene por única señora a la sin par Dulcinea del Toboso, es este señor que está presente, que es mi amo; todo cualquier otro don Quijote y cualquier otro Sancho Panza es burlería y cosa de sueño.
–¡Por Dios que lo creo! –respondió don Álvaro–, porque más gracias habéis dicho vos, amigo, en cuatro razones que habéis hablado, que el otro Sancho Panza en cuantas yo le oí hablar, que fueron muchas. Más tenía de comilón que de bien hablado, y más de tonto que de gracioso, y tengo por sin duda que los encantadores que persiguen a don Quijote el bueno han querido perseguirme a mí con don Quijote el malo. Pero no sé qué me diga; que osaré yo jurar que le dejo metido en la casa del Nuncio, en Toledo, para que le curen, y agora remanece aquí otro don Quijote, aunque bien diferente del mío.
–Yo –dijo don Quijote– no sé si soy bueno, pero sé decir que no soy el malo; para prueba de lo cual quiero que sepa vuesa merced, mi señor don Álvaro Tarfe, que en todos los días de mi vida no he estado en Zaragoza; antes, por haberme dicho que ese don Quijote fantástico se había hallado en las justas desa ciudad, no quise yo entrar en ella, por sacar a las barbas del mundo su mentira; y así, me pasé de claro a Barcelona, archivo de la cortesía, albergue de los estranjeros, hospital de los pobres, patria de los valientes, venganza de los ofendidos y correspondencia grata de firmes amistades, y, en sitio y en belleza, única. Y, aunque los sucesos que en ella me han sucedido no son de mucho gusto, sino de mucha pesadumbre, los llevo sin ella, sólo por haberla visto. Finalmente, señor don Álvaro Tarfe, yo soy don Quijote de la Mancha, el mismo que dice la fama, y no ese desventurado que ha querido usurpar mi nombre y honrarse con mis pensamientos. A vuestra merced suplico, por lo que debe a ser caballero, sea servido de hacer una declaración ante el alcalde deste lugar, de que vuestra merced no me ha visto en todos los días de su vida hasta agora, y de que yo no soy el don Quijote impreso en la segunda parte, ni este Sancho Panza mi escudero es aquél que vuestra merced conoció.
–Eso haré yo de muy buena gana –respondió don Álvaro–, puesto que cause admiración ver dos don Quijotes y dos Sanchos a un mismo tiempo, tan conformes en los nombres como diferentes en las acciones; y vuelvo a decir y me afirmo que no he visto lo que he visto, ni ha pasado por mí lo que ha pasado.
–Sin duda –dijo [Sancho]– que vuestra merced debe de estar encantado, como mi señora Dulcinea del Toboso, y pluguiera al cielo que estuviera su desencanto de vuestra merced en darme otros tres mil y tantos azotes como me doy por ella, que yo me los diera sin interés alguno.
–No entiendo eso de azotes –dijo don Álvaro.
Y Sancho le respondió que era largo de contar, pero que él se lo contaría si acaso iban un mesmo camino.
Llegóse en esto la hora de comer; comieron juntos don Quijote y don Álvaro. Entró acaso el alcalde del pueblo en el mesón, con un escribano, ante el cual alcalde pidió don Quijote, por una petición, de que a su derecho convenía de que don Álvaro Tarfe, aquel caballero que allí estaba presente, declarase ante su merced como no conocía a don Quijote de la Mancha, que asimismo estaba allí presente, y que no era aquél que andaba impreso en una historia intitulada: Segunda parte de don Quijote de la Mancha, compuesta por un tal de Avellaneda, natural de Tordesillas. Finalmente, el alcalde proveyó jurídicamente; la declaración se hizo con todas las fuerzas que en tales casos debían hacerse, con lo que quedaron don Quijote y Sancho muy alegres, como si les importara mucho semejante declaración y no mostrara claro la diferencia de los dos don Quijotes y la de los dos Sanchos sus obras y sus palabras. Muchas de cortesías y ofrecimientos pasaron entre don Álvaro y don Quijote, en las cuales mostró el gran manchego su discreción, de modo que desengañó a don Álvaro Tarfe del error en que estaba; el cual se dio a entender que debía de estar encantado, pues tocaba con la mano dos tan contrarios don Quijotes.
Llegó la tarde, partiéronse de aquel lugar, y a obra de media legua se apartaban dos caminos diferentes, el uno que guiaba a la aldea de don Quijote, y el otro el que había de llevar don Álvaro. En este poco espacio le contó don Quijote la desgracia de su vencimiento y el encanto y el remedio de Dulcinea, que todo puso en nueva admiración a don Álvaro, el cual, abrazando a don Quijote y a Sancho, siguió su camino, y don Quijote el suyo, que aquella noche la pasó entre otros árboles, por dar lugar a Sancho de cumplir su penitencia, que la cumplió del mismo modo que la pasada noche, a costa de las cortezas de las hayas, harto más que de sus espaldas, que las guardó tanto, que no pudieran quitar los azotes una mosca, aunque la tuviera encima.
No perdió el engañado don Quijote un solo golpe de la cuenta, y halló que con los de la noche pasada era tres mil y veinte y nueve. Parece que había madrugado el sol a ver el sacrificio, con cuya luz volvieron a proseguir su camino, tratando entre los dos del engaño de don Álvaro y de cuán bien acordado había sido tomar su declaración ante la justicia, y tan auténticamente.
Aquel día y aquella noche caminaron sin sucederles cosa digna de contarse, si no fue que en ella acabó Sancho su tarea, de que quedó don Quijote contento sobremodo, y esperaba el día, por ver si en el camino topaba ya desencantada a Dulcinea su señora; y, siguiendo su camino, no topaba mujer ninguna que no iba a reconocer si era Dulcinea del Toboso, teniendo por infalible no poder mentir las promesas de Merlín.
Con estos pensamientos y deseos subieron una cuesta arriba, desde la cual descubrieron su aldea, la cual, vista de Sancho, se hincó de rodillas y dijo:
–Abre los ojos, deseada patria, y mira que vuelve a ti Sancho Panza, tu hijo, si no muy rico, muy bien azotado. Abre los brazos y recibe también tu hijo don Quijote, que si viene vencido de los brazos ajenos, viene vencedor de sí mismo; que, según él me ha dicho, es el mayor vencimiento que desearse puede. Dineros llevo, porque si buenos azotes me daban, bien caballero me iba.
–Déjate desas sandeces –dijo don Quijote–, y vamos con pie derecho a entrar en nuestro lugar, donde daremos vado a nuestras imaginaciones, y la traza que en la pastoral vida pensamos ejercitar.
Con esto, bajaron de la cuesta y se fueron a su pueblo.

Capítulo Septagésimo tercero
De los agüeros que tuvo don Quijote al entrar de su aldea, con otros sucesos que adornan y acreditan esta grande historia
A la entrada del cual, según dice Cide Hamete, vio don Quijote que en las eras del lugar estaban riñendo dos mochachos, y el uno dijo al otro:
–No te canses Periquillo, que no la has de ver en todos los días de tu vida.
Oyólo don Quijote, y dijo a Sancho:
–¿No adviertes, amigo, lo que aquel mochacho ha dicho: ‘‘no la has de ver en todos los días de tu vida’’?
–Pues bien, ¿qué importa –respondió Sancho– que haya dicho eso el mochacho?
– ¿Qué? –replicó don Quijote–. ¿No vees tú que, aplicando aquella palabra a mi intención, quiere significar que no tengo de ver más a Dulcinea?
Queríale responder Sancho, cuando se lo estorbó ver que por aquella campaña venía huyendo una liebre, seguida de muchos galgos y cazadores, la cual, temerosa, se vino a recoger y a agazapar debajo de los pies del rucio. Cogióla Sancho a mano salva y presentósela a don Quijote, el cual estaba diciendo:
–Malum signum! Malum signum! Liebre huye, galgos la siguen: ¡Dulcinea no parece!
–Estraño es vuesa merced –dijo Sancho–. Presupongamos que esta liebre es Dulcinea del Toboso y estos galgos que la persiguen son los malandrines encantadores que la transformaron en labradora: ella huye, yo la cojo y la pongo en poder de vuesa merced, que la tiene en sus brazos y la regala: ¿qué mala señal es ésta, ni qué mal agüero se puede tomar de aquí?
Los dos mochachos de la pendencia se llegaron a ver la liebre, y al uno dellos preguntó Sancho que por qué reñían. Y fuele respondido por el que había dicho ‘‘no la verás más en toda tu vida’’, que él había tomado al otro mochacho una jaula de grillos, la cual no pensaba volvérsela en toda su vida. Sacó Sancho cuatro cuartos de la faltriquera y dióselos al mochacho por la jaula, y púsosela en las manos a don Quijote, diciendo:
–He aquí, señor, rompidos y desbaratados estos agüeros, que no tienen que ver más con nuestros sucesos, según que yo imagino, aunque tonto, que con las nubes de antaño. Y si no me acuerdo mal, he oído decir al cura de nuestro pueblo que no es de personas cristianas ni discretas mirar en estas niñerías; y aun vuesa merced mismo me lo dijo los días pasados, dándome a entender que eran tontos todos aquellos cristianos que miraban en agüeros. Y no es menester hacer hincapié en esto, sino pasemos adelante y entremos en nuestra aldea.
Llegaron los cazadores, pidieron su liebre, y diósela don Quijote; pasaron adelante, y, a la entrada del pueblo, toparon en un pradecillo rezando al cura y al bachiller Carrasco. Y es de saber que Sancho Panza había echado sobre el rucio y sobre el lío de las armas, para que sirviese de repostero, la túnica de bocací, pintada de llamas de fuego que le vistieron en el castillo del duque la noche que volvió en sí Altisidora. Acomodóle también la coroza en la cabeza, que fue la más nueva transformación y adorno con que se vio jamás jumento en el mundo.
Fueron luego conocidos los dos del cura y del bachiller, que se vinieron a ellos con los brazos abiertos. Apeóse don Quijote y abrazólos estrechamente; y los mochachos, que son linces no escusados, divisaron la coroza del jumento y acudieron a verle, y decían unos a otros:
–Venid, mochachos, y veréis el asno de Sancho Panza más galán que Mingo, y la bestia de don Quijote más flaca hoy que el primer día.
Finalmente, rodeados de mochachos y acompañados del cura y del bachiller, entraron en el pueblo, y se fueron a casa de don Quijote, y hallaron a la puerta della al ama y a su sobrina, a quien ya habían llegado las nuevas de su venida. Ni más ni menos se las habían dado a Teresa Panza, mujer de Sancho, la cual, desgreñada y medio desnuda, trayendo de la mano a Sanchica, su hija, acudió a ver a su marido; y, viéndole no tan bien adeliñado como ella se pensaba que había de estar un gobernador, le dijo:
– ¿Cómo venís así, marido mío, que me parece que venís a pie y despeado, y más traéis semejanza de desgobernado que de gobernador?
–Calla, Teresa –respondió Sancho–, que muchas veces donde hay estacas no hay tocinos, y vámonos a nuestra casa, que allá oirás maravillas. Dineros traigo, que es lo que importa, ganados por mi industria y sin daño de nadie.
–Traed vos dinero, mi buen marido –dijo Teresa–, y sean ganados por aquí o por allí, que, comoquiera que los hayáis ganado, no habréis hecho usanza nueva en el mundo.
Abrazó Sanchica a su padre, y preguntóle si traía algo, que le estaba esperando como el agua de mayo; y, asiéndole de un lado del cinto, y su mujer de la mano, tirando su hija al rucio, se fueron a su casa, dejando a don Quijote en la suya, en poder de su sobrina y de su ama, y en compañía del cura y del bachiller.
Don Quijote, sin guardar términos ni horas, en aquel mismo punto se apartó a solas con el bachiller y el cura, y en breves razones les contó su vencimiento, y la obligación en que había quedado de no salir de su aldea en un año, la cual pensaba guardar al pie de la letra, sin traspasarla en un átomo, bien así como caballero andante, obligado por la punt[u]alidad y orden de la andante caballería, y que tenía pensado de hacerse aquel año pastor, y entretenerse en la soledad de los campos, donde a rienda suelta podía dar vado a sus amorosos pensamientos, ejercitándose en el pastoral y virtuoso ejercicio; y que les suplicaba, si no tenían mucho que hacer y no estaban impedidos en negocios más importantes, quisiesen ser sus compañeros; que él compraría ovejas y ganado suficiente que les diese nombre de pastores; y que les hacía saber que lo más principal de aquel negocio estaba hecho, porque les tenía puestos los nombres, que les vendrían como de molde. Díjole el cura que los dijese. Respondió don Quijote que él se había de llamar el pastor Quijotiz; y el bachiller, el pastor Carrascón; y el cura, el pastor Curambro; y Sancho Panza, el pastor Pancino.
Pasmáronse todos de ver la nueva locura de don Quijote; pero, porque no se les fuese otra vez del pueblo a sus caballerías, esperando que en aquel año podría ser curado, concedieron con su nueva intención, y aprobaron por discreta su locura, ofreciéndosele por compañeros en su ejercicio.
–Y más –dijo Sansón Car[r]asco–, que, como ya todo el mundo sabe, yo soy celebérrimo poeta y a cada paso compondré versos pastoriles, o cortesanos, o como más me viniere a cuento, para que nos entretengamos por esos andurriales donde habemos de andar; y lo que más es menester, señores míos, es que cada uno escoja el nombre de la pastora que piensa celebrar en sus versos, y que no dejemos árbol, por duro que sea, donde no la retule y grabe su nombre, como es uso y costumbre de los enamo[ra]dos pastores.
–Eso está de molde –respondió don Quijote–, puesto que yo estoy libre de buscar nombre de pastora fingida, pues está ahí la sin par Dulcinea del Toboso, gloria de estas riberas, adorno de estos prados, sustento de la hermosura, nata de los donaires, y, finalmente, sujeto sobre quien puede asentar bien toda alabanza, por hipérbole que sea.
–Así es verdad –dijo el cura–, pero nosotros buscaremos por ahí pastoras mañeruelas, que si no nos cuadraren, nos esquinen.
A lo que añadió Sansón Carrasco:
–Y cuando faltare[n], darémosles los nombres de las estampadas e impresas, de quien está lleno el mundo: Fílidas, Am[a]rilis, Dianas, Fléridas, Galateas y Belisardas; que, pues las venden en las plazas, bien las podemos comprar nosotros y tenerlas por nuestras. Si mi dama, o, por mejor decir, mi pastora, por ventura se llamare Ana, la celebraré debajo del nombre de Anarda; y si Francisca, la llamaré yo Francenia; y si Lucía, Lucinda, que todo se sale allá; y Sancho Panza, si es que ha de entrar en esta cofadría, podrá celebrar a su mujer Teresa Panza con nombre de Teresaina.
Rióse don Quijote de la aplicación del nombre, y el cura le alabó infinito su honesta y honrada resolución, y se ofreció de nuevo a hacerle compañía todo el tiempo que le vacase de atender a sus forzosas obligaciones. Con esto, se despidieron dél, y le rogaron y aconsejaron tuviese cuenta con su salud, con regalarse lo que fuese bueno.
Quiso la suerte que su sobrina y el ama oyeron la plática de los tres; y, así como se fueron, se entraron entrambas con don Quijote, y la sobrina le dijo:
–¿Qué es esto, señor tío? ¿Ahora que pensábamos nosotras que vuestra merced volvía a reducirse en su casa, y pasar en ella una vida quieta y honrada, se quiere meter en nuevos laberintos, haciéndose
Pastorcillo, tú que vienes,
pastorcico, tú que vas?
Pues en verdad que está ya duro el alcacel para zampoñas.
A lo que añadió el ama:
Y ¿podrá vuestra merced pasar en el campo las siestas del verano, los serenos del invierno, el aullido de los lobos? No, por cierto, que éste es ejercicio y oficio de hombres robustos, curtidos y criados para tal ministerio casi desde las fajas y mantillas. Aun, mal por mal, mejor es ser caballero andante que pastor. Mire, señor, tome mi consejo, que no se le doy sobre estar harta de pan y vino, sino en ayunas, y sobre cincuenta años que tengo de edad: estése en su casa, atienda a su hacienda, confiese a menudo, favorezca a los pobres, y sobre mi ánima si mal le fuere.
–Callad, hijas –les respondió don Quijote–, que yo sé bien lo que me cumple. Llevadme al lecho, que me parece que no estoy muy bueno, y tened por cierto que, ahora sea caballero andante o pastor por andar, no dejaré siempre de acudir a lo que hubiéredes menester, como lo veréis por la obra.
Y las buenas hijas –que lo eran sin duda ama y sobrina– le llevaron a la cama, donde le dieron de comer y regalaron lo posible.

Capítulo Septagésimo cuarto
De cómo don Quijote cayó malo, y del testamento que hizo, y su muerte
Como las cosas humanas no sean eternas, yendo siempre en declinación de sus principios hasta llegar a su último fin, especialmente las vidas de los hombres, y como la de don Quijote no tuviese privilegio del cielo para detener el curso de la suya, llegó su fin y acabamiento cuando él menos lo pensaba; porque, o ya fuese de la melancolía que le causaba el verse vencido, o ya por la disposición del cielo, que así lo ordenaba, se le arraigó una calentura que le tuvo seis días en la cama, en los cuales fue visitado muchas veces del cura, del bachiller y del barbero, sus amigos, sin quitársele de la cabecera Sancho Panza, su buen escudero.
Éstos, creyendo que la pesadumbre de verse vencido y de no ver cumplido su deseo en la libertad y desencanto de Dulcinea le tenía de aquella suerte, por todas las vías posibles procuraban alegrarle, diciéndole el bachiller que se animase y levantase, para comenzar su pastoral ejercicio, para el cual tenía ya compuesta una écloga, que mal año para cuantas Sanazaro había compuesto, y que ya tenía comprados de su propio dinero dos famosos perros para guardar el ganado: el uno llamado Barcino, y el otro Butrón, que se los había vendido un ganadero del Quintanar. Pero no por esto dejaba don Quijote sus tristezas.
Llamaron sus amigos al médico, tomóle el pulso, y no le contentó mucho, y dijo que, por sí o por no, atendiese a la salud de su alma, porque la del cuerpo corría peligro. Oyólo don Quijote con ánimo sosegado, pero no lo oyeron así su ama, su sobrina y su escudero, los cuales comenzaron a llorar tiernamente, como si ya le tuvieran muerto delante. Fue el parecer del médico que melancolías y desabrimientos le acababan. Rogó don Quijote que le dejasen solo, porque quería dormir un poco. Hiciéronlo así y durmió de un tirón, como dicen, más de seis horas; tanto, que pensaron el ama y la sobrina que se había de quedar en el sueño. Despertó al cabo del tiempo dicho, y, dando una gran voz, dijo:
– ¡Bendito sea el poderoso Dios, que tanto bien me ha hecho! En fin, sus misericordias no tienen límite, ni las abrevian ni impiden los pecados de los hombres.
Estuvo atenta la sobrina a las razones del tío, y pareciéronle más concertadas que él solía decirlas, a lo menos, en aquella enfermedad, y preguntóle:
–¿Qué es lo que vuestra merced dice, señor? ¿Tenemos algo de nuevo? ¿Qué misericordias son éstas, o qué pecados de los hombres?
–Las misericordias –respondió don Quijote–, sobrina, son las que en este instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden mis pecados. Yo tengo juicio ya, libre y claro, sin las sombras caliginosas de la ignorancia, que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda de los detestables libros de las caballerías. Ya conozco sus disparates y sus embelecos, y no me pesa sino que este desengaño ha llegado tan tarde, que no me deja tiempo para hacer alguna recompensa, leyendo otros que sean luz del alma. Yo me siento, sobrina, a punto de muerte; querría hacerla de tal modo, que diese a entender que no había sido mi vida tan mala que dejase renombre de loco, que, puesto que lo he sido, no querría confirmar esta verdad en mi muerte. Llámame, amiga, a mis buenos amigos: el cura, al bachiller Sansón Carrasco y a maese Nicolás, el barbero, que quiero confesarme y hacer mi testamento.
Pero de este trabajo se escusó la sobrina con la ent[r]ada de los tres. Apenas los vio don Quijote, cuando dijo:
–Dadme albricias, buenos señores, de que ya yo no soy don Quijote de la Mancha, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de Bueno. Ya soy enemigo de Amadís de Gaula y de toda la infinita caterva de su linaje, ya me son odiosas todas las historias profanas del andante caballería, ya conozco mi necedad y el peligro en que me pusieron haberlas leído, ya, por misericordia de Dios, escarmentando en cabeza propia, las abomino.
Cuando esto le oyeron decir los tres, creyeron, sin duda, que alguna nueva locura le había tomado. Y Sansón le dijo:
–¿Ahora, señor don Quijote, que tenemos nueva que está desencantada la señora Dulcinea, sale vuestra merced con eso? Y ¿agora que estamos tan a pique de ser pastores, para pasar cantando la vida, como unos príncipes, quiere vuesa merced hacerse ermitaño? Calle, por su vida, vuelva en sí, y déjese de cuentos.
–Los de hasta aquí –replicó don Quijote–, que han sido verdaderos en mi daño, los ha de volver mi muerte, con ayuda del cielo, en mi provecho. Yo, señores, siento que me voy muriendo a toda priesa; déjense burlas aparte, y traíganme un confesor que me confiese y un escribano que haga mi testamento, que en tales trances como éste no se ha de burlar el hombre con el alma; y así, suplico que, en tanto que el señor cura me confiesa, vayan por el escribano.
Miráronse unos a otros, admirados de las razones de don Quijote, y, aunque en duda, le quisieron creer; y una de las señales por donde conjeturaron se moría fue el haber vuelto con tanta facilidad de loco a cuerdo, porque a las ya dichas razones añadió otras muchas tan bien dichas, tan cristianas y con tanto concierto, que del todo les vino a quitar la duda, y a creer que estaba cuerdo.
Hizo salir la gente el cura, y quedóse solo con él, y confesóle.
El bachiller fue por el escribano, y de allí a poco volvió con él y con Sancho Panza; el cual Sancho, que ya sabía por nuevas del bachiller en qué estado estaba su señor, hallando a la ama y a la sobrina llorosas, comenzó a hacer pucheros y a derramar lágrimas. Acabóse la confesión, y salió el cura, diciendo:
–Verdaderamente se muere, y verdaderamente está cuerdo Alonso Quijano el Bueno; bien podemos entrar para que haga su testamento.
Estas nuevas dieron un terrible empujón a los ojos preñados de ama, sobrina y de Sancho Panza, su buen escudero, de tal manera, que los hizo reventar las lágrimas de los ojos y mil profundos suspiros del pecho; porque, verdaderamente, como alguna vez se ha dicho, en tanto que don Quijote fue Alonso Quijano el Bueno, a secas, y en tanto que fue don Quijote de la Mancha, fue siempre de apacible condición y de agradable trato, y por esto no sólo era bien querido de los de su casa, sino de todos cuantos le conocían.
Entró el escribano con los demás, y, después de haber hecho la cabeza del testamento y ordenado su alma don Quijote, con todas aquellas circunstancias cristianas que se requieren, llegando a las mandas, dijo:
–Ítem, es mi voluntad que de ciertos dineros que Sancho Panza, a quien en mi locura hice mi escudero, tiene, que, porque ha habido entre él y mí ciertas cuentas, y dares y tomares, quiero que no se le haga cargo dellos, ni se le pida cuenta alguna, sino que si sobrare alguno, después de haberse pagado de lo que le debo, el restante sea suyo, que será bien poco, y buen provecho le haga; y, si como estando yo loco fui parte para darle el gobierno de la ínsula, pudiera agora, estando cuerdo, darle el de un reino, se le diera, porque la sencillez de su condición y fidelidad de su trato lo merece.
Y, volviéndose a Sancho, le dijo:
–Perdóname, amigo, de la ocasión que te he dado de parecer loco como yo, haciéndote caer en el error en que yo he caído, de que hubo y hay caballeros andantes en el mundo.
–¡Ay! –respondió Sancho, llorando–: no se muera vuestra merced, señor mío, sino tome mi consejo y viva muchos años, porque la mayor locura que puede hacer un hombre en esta vida es dejarse morir, sin más ni más, sin que nadie le mate, ni otras manos le acaben que las de la melancolía. Mire no sea perezoso, sino levántese desa cama, y vámonos al campo vestidos de pastores, como tenemos concertado: quizá tras de alguna mata hallaremos a la señora doña Dulcinea desencantada, que no haya más que ver. Si es que se muere de pesar de verse vencido, écheme a mí la culpa, diciendo que por haber yo cinchado mal a Rocinante le derribaron; cuanto más, que vuestra merced habrá visto en sus libros de caballerías ser cosa ordinaria derribarse unos caballeros a otros, y el que es vencido hoy ser vencedor mañana.
–Así es –dijo Sansón–, y el buen Sancho Panza está muy en la verdad destos casos.
–Señores –dijo don Quijote–, vámonos poco a poco, pues ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño: yo fui loco, y ya soy cuerdo; fui don Quijote de la Mancha, y soy agora, como he dicho, Alonso Quijano el Bueno. Pueda con vuestras mercedes mi arrepentimiento y mi verdad volverme a la estimación que de mí se tenía, y prosiga adelante el señor escribano.
»Ítem, mando toda mi hacienda, a puerta cerrada, a Antonia Quijana, mi sobrina, que está presente, habiendo sacado primero de lo más bien parado della lo que fuere menester para cumplir las mandas que dejo hechas; y la primera satisfación que se haga quiero que sea pagar el salario que debo del tiempo que mi ama me ha servido, y más veinte ducados para un vestido. Dejo por mis albaceas al señor cura y al señor bachiller Sansón Carrasco, que están presentes.
»Ítem, es mi voluntad que si Antonia Quijana, mi sobrina, quisiere casarse, se case con hombre de quien primero se haya hecho información que no sabe qué cosas sean libros de caballerías; y, en caso que se averiguare que lo sabe, y, con todo eso, mi sobrina quisiere casarse con él, y se casare, pierda todo lo que le he mandado, lo cual puedan mis albaceas distribuir en obras pías a su voluntad.
»Ítem, suplico a los dichos señores mis albaceas que si la buena suerte les trujere a conocer al autor que dicen que compuso una historia que anda por ahí con el título de Segunda parte de las hazañas de don Quijote de la Mancha, de mi parte le pidan, cuan encarecidamente ser pueda, perdone la ocasión que sin yo pensarlo le di de haber escrito tantos y tan grandes disparates como en ella escribe, porque parto desta vida con escrúpulo de haberle dado motivo para escribirlos.
Cerró con esto el testamento, y, tomándole un desmayo, se tendió de largo a largo en la cama. Alborotáronse todos y acudieron a su remedio, y en tres días que vivió después deste donde hizo el testamento, se desmayaba muy a menudo. Andaba la casa alborotada; pero, con todo, comía la sobrina, brindaba el ama, y se regocijaba Sancho Panza; que esto del heredar algo borra o templa en el heredero la memoria de la pena que es razón que deje el muerto.
En fin, llegó el último de don Quijote, después de recebidos todos los sacramentos, y después de haber abominado con muchas y eficaces razones de los libros de caballerías. Hallóse el escribano presente, y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote; el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu: quiero decir que se murió.
Viendo lo cual el cura, pidió al escribano le diese por testimonio como Alonso Quijano el Bueno, llamado comúnmente don Quijote de la Mancha, había pasado desta presente vida y muerto naturalmente; y que el tal testimonio pedía para quitar la ocasión de algún otro autor que Cide Hamete Benengeli le resucitase falsamente, y hiciese inacabables historias de sus hazañas.
Este fin tuvo el Ingenioso Hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no quiso poner Cide Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo, como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero.
Déjanse de poner aquí los llantos de Sancho, sobrina y ama de don Quijote, los nuevos epitafios de su sepultura, aunque Sansón Carrasco le puso éste:
Yace aquí el Hidalgo fuerte
que a tanto estremo llegó
de valiente, que se advierte
que la muerte no triunfó
de su vida con su muerte.
Tuvo a todo el mundo en poco;
fue el espantajo y el coco
del mundo, en tal coyuntura,
que acreditó su ventura
morir cuerdo y vivir loco.
Y el prudentísimo Cide Hamete dijo a su pluma:
–Aquí quedarás, colgada desta espetera y deste hilo de alambre, ni sé si bien cortada o mal tajada péñola mía, adonde vivirás luengos siglos, si presuntuosos y malandrines historiadores no te descuelgan para profanarte. Pero, antes que a ti lleguen, les puedes advertir, y decirles en el mejor modo que pudieres:
‘‘¡Tate, tate, folloncicos!
De ninguno sea tocada;
porque esta impresa, buen rey,
para mí estaba guardada.

Para mí sola nació don Quijote, y yo para él; él supo obrar y yo escribir; solos los dos somos para en uno, a despecho y pesar del escritor fingido y tordesillesco que se atrevió, o se ha de atrever, a escribir con pluma de avestruz grosera y mal deliñada las hazañas de mi valeroso caballero, porque no es carga de sus hombros ni asunto de su resfriado ingenio; a quien advertirás, si acaso llegas a conocerle, que deje reposar en la sepultura los cansados y ya podridos huesos de don Quijote, y no le quiera llevar, contra todos los fueros de la muerte, a Castilla la Vieja, haciéndole salir de la fuesa donde real y verdaderamente yace tendido de largo a largo, imposibilitado de hacer tercera jornada y salida nueva; que, para hacer burla de tantas como hicieron tantos andantes caballeros, bastan las dos que él hizo, tan a gusto y beneplácito de las gentes a cuya noticia llegaron, así en éstos como en los estraños reinos’’. Y con esto cumplirás con tu cristiana profesión, aconsejando bien a quien mal te quiere, y yo quedaré satisfecho y ufano de haber sido el primero que gozó el fruto de sus escritos enteramente, como deseaba, pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que, por las de mi verdadero don Quijote, van ya tropezando, y han de caer del todo, sin duda alguna. Vale.
Fin